martes, 30 de septiembre de 2008

Un lugar para los niños


El domingo último nos juntamos en un camping con una gente copada. Eran varias familias. Después del almuerzo –que fue a la canasta y por lo tanto, como es nuestra costumbre, con toneladas de comida que sobraron- nos salimos del quincho para hacer un juego grupal. Entre ellos, el de vestir al enano. El enano era una nena de 10 años. Cada integrante de los grupos que se armaron para cada juego (unos diez en cada uno) tenían que sacarse algún abrigo y con eso mismo, vestir a la nena, de a uno, a modo de carrera con postas, o sea. Cuando me tocó a mi, la pobre piba tenía ocho buzos de gimnasia encima y tenía que ponerle otro buzo más, mientras el resto me apuraba. Al final ganamos nosotros porque pudimos vestir a la nena con 14 prendas distintas. El juego siguiente fue el de formar una cadena humana, en el que nos pasábamos a otro niño del grupo, de brazo en brazo, como si fuese un bebé, a lo largo de una cancha de fútbol. Creo que llegamos segundo. Pero lo que más recuerdo fue cuando me tocó a mi pasar a la niña, que ella se reía muy sorprendida por el juego.

Al concluir los juegos y aceptar resignados el veredicto corrupto del jurado –que al final premió al azar y no al que más méritos hizo- lo que más me quedó fue el hecho de ver familias enteras –casi todas con uno o dos niños- jugando. Niños participando y llevándose un recuerdo imborrable (¿quién no va a  recordar esa tarde en el que le pusieron 14 prendas de vestir?, por ejemplo).

¿Los niños ahora participan de nuestra vida? Veámoslo desde la letra chica. Agarro el diario de cualquier día de la semana, ¿qué hay para ellos? ¿Los títulos de las noticias están hechos también para ellos? Vamos a la tele de la mañana y vemos A.M.o Mañanas Informales, ¿en estos dos programas hay espacio para los niños? ¿o al menos, respetan los códigos básicos, como el clásico “prohibido para menores de 18 años”? Sigamos. Se acerca el mediodía. Aparecen los Simpson, ¿realmente es 100% para niños? Llega el mediodía. Mamá llama del trabajo para decir que no viene a almorzar. Papá se fue a una reunión. La empleada no está. Hay que sacar la comida de la heladera y calentarla en el microondas. Bueno, es fácil de hacerlo. Mientras, como sabemos que papá y mamá recién vuelven a la noche, nos llevamos la silla al baño para poder sacar las revistas PlayBoy que papá esconde donde mamá guarda las toallas. Y tenemos todo el día para ver. Y si después no lo dejo bien donde estaba, no hay problemas: papá me va a comprender porque es un tipo abierto que no me pone límites. Y sino, salgo un rato a la calle y me voy a cualquier kiosco de revistas para ver la última tapa de PlayBoy. “Ahora podemos ver las minas en bolas. Antes, en la época de mi viejo, en los kioscos no dejaban ver esas partes de las revistas”, dirán ellos en la escuela. De última, irán a un locutorio a jugar un rato a un videogame y de en tanto en tanto, ver ver videos XXX. ¿Alguien los controla allí? (no, preferible eso antes de que te tilden de "facho"). Llega la noche y por suerte está Tinelli. “¿Que a vos no te dejaban ver Olmedo cuando eras chico? ¿Qué cuadrados eran en tu familia?”, comentarás mientras alguna bailarina deja escapar un pecho que quedará en la mente y en la imaginación de los pequeños (también de sus hermanos y padres) cuando se acuesten a dormir. Y si por esas cosas del destino, papá y mamá quieren que los acompañemos viendo alguna película de la tele o comedia made in Argentina, es probable que allí sobren las armas, la violencia y los crímenes, y escaseen los matrimonios con hijos que se llevan bien. No seamos hipócritas, aún nadie nos explicó por qué en las tiras nocturnas no ponen a parejas de muchos años que se quieran y se amen de verdad. Eso es así.

Sinceramente reconozco que cuando en el trabajo o en otro ámbito buscamos una idea para llevar a práctica, todo se hace con “orientación al mercado” y por alguna extraña razón excluimos a los chicos. Aún no nos hemos dado cuenta de que ellos serán el mercado del futuro. Seguramente ellos reclaman que los eduquen como nos educaron a nosotros para aprender a ser libres de verdad. Yo creo que aún no somos concientes de la consecuencia de todo esto. Quizá creemos que la libertad se enseña dejando que los niños entren a la farmacia y tomen todos los remedios, en vez de enseñarle primero qué son los remedios y luego permitiéndoles ingresar a la farmacia para elegir los remedios que le van a hacer bien. En el primer caso todos morirán, porque es natural que suceda así. En el segundo caso, no. Lo mismo pasa con la educación y la libertad. 

¿Por qué hoy le quitamos al papá y a la mamá? Cuando hice la primaria en el colegio Nadino de la calle Granaderos, ninguno de mis compañeros tenía a sus padres separados. Hace poco me contó Guillermo, un amigo de Luzuriaga, que uno de sus hijos es el centro de atención del curso porque...es el único que aún conserva a sus padres juntos. ¿Tanto le costó a esos padres plantearse un noviazgo profundo y verdadero, en el que no quedaran dudas para hacer lo que después hicieron, es decir, tener hijos? ¿No se nos pasa por la cabeza que después de una relación sexual, por más preservativos que se hayan usado, siempre existirá la posibilidad de embarazo? ¿a nadie se le cruza por la cabeza que los seres humanos son animales racionales que se reproducen justamente cuando hacen el amor?

Ellos merecen recibir, al menos como mínimo, lo mismo que recibimos nosotros cuando tuvimos la misma edad que ellos. No sé si hoy llegamos a eso. Pero me da la impresión que a los niños le hemos robado mucho.

martes, 23 de septiembre de 2008

Médicos residentes

En estos tiempos relativistas, en el que los valores dejaron de ser un patrón de medida para todos, para acomodarse a las ideas (o ideologías) que mejor encajan en los gustos de uno y peor encajan en el bien de los demás, quisiera rescatar historias vividas con seres que gran parte de ellos aún mantienen los valores positivos para todos: los médicos que hacen sus prácticas en hospitales y empiezan su vida laboral en los servicios de emergencia.

Asistía en San Pablo a un evento de la empresa informática Oracle. Durante una videoconferencia, en un auditorio repleto, empecé a ver nublado y a la vez, mi cuerpo hacía algunos movimientos no coordinados. Le pedí a Franco, editor de la versión digital de La Voz del Interior, que se fijara si había algún servicio médico. Dos minutos después cayeron con una silla de ruedas, me llevaron y me metieron en una ambulancia. Como aún mi cabeza funcionaba un poco pude explicarle (en español, por supuesto) que seguramente era una hipoglucemia y que la culpa la tenía yo, por no haberme medido el azúcar durante la mañana. La médica brasilera, una joven de piel morena, no sé cómo me entendió bien y me puso la inyección de glucosa con mucha profesionalidad (mis venas no ayudan mucho para estas cosas). Aún así me llevaron a un hospital y me atendieron con un trato excelente. Finalmente las cosas no fueron “como yo quería” (los diabéticos siempre queremos imponer nuestra voluntad porque sabemos que con un vaso de Coca Cola se arregla). Luego ellos mismos me llevaron nuevamente al hotel donde se hacía la conferencia. Cuando digo “ellos” también, al igual que acá, son médicos que se están iniciando. 

En Buenos Aires una vez caí al Pirovano. También por una hipoglucemia fuerte en la vía pública. Rescato la rapidez, decisión y profesionalidad por parte de los jóvenes médicos. También la compresión y la prudencia (porque podrían decirte “pibe si seguís así nunca serás abuelo” o “por culpa tuya tengo que laburar dos horas más”). En ese hospital público me atendieron de diez (y también me contuvieron bien porque permanentemente quise rajarme). Luego, otra experiencia similar en el Hospital Militar de la calle Luis María Campos. 

En Mendoza, también por las hipoglucemias, de todo. Desde un desmayo en las vías de la calle Belgrano, a la altura de Montevideo, hasta una caída en la acequia en la calle San Lorenzo, llegando a España, durante un mediodía en que llegaba de “trabajar gratis” vendiendo tiempo compartido en Maipú.

En todos los casos me atendieron médicos residentes. Mis primeros recuerdos son intentos, en estado de inconciencia, de evitar que me metan la inyección de glucosa. Mis recuerdos finales, cuando ese médico junto al enfermero del ECI me decían, ambos con una gran sonrisa, “flaco, vos no querías saber nada con nosotros”. De ellos escuché muchos consejos, evacué (como se dice en términos periodísticos) dudas básicas y recibí consejos de vida, que me ayudaron a planificar inclusive cosas del futuro, como el hecho de ponerle límites al trabajo cuando la salud te lo pide.

¿Por qué tantas hipoglucemias? Es que hace unos años si en Mendoza no tenías obra social o prepaga estabas frito. En aquellos tiempos, por ser diabético, no me aceptaron en ningún lugar (te diría que las prepagas siguen con esa medida) y para que tengas una idea, en la actualidad la insulina que ahora recibo gratuitamente sale cerca de 900 pesos al mes. Imaginate cómo sería vivir sin obra social. Las hipoglucemias se evitan con la medición constante del nivel de azúcar en la sangre. Para eso hay que destinar unos 200 pesos más en tiras radiactivas. Para eso no tenía guita y bueno, ahí vienen las consecuencias. Por suerte después empecé a recibir provisión de un centro de salud y luego, de un hospital público, cuando la Provincia se puso firme en ésto. Mientras no era que andaba rascándome: trabajaba en empresas privadas (prensa y radios FM, sobre todo) pero sin un contrato que incluyera obra social (para eso tenían que efectivizarte).

Volviendo a lo nuestro, tampoco quiero dejar de lado a un médico psiquiatra residente, a quien conocí hace diez días, cuando chocamos con nuestro vehículo. En ese momento, en vez de bajarnos calientes del coche para discutir (y aplicar los “valores” que mejor tiraban para cada uno) decidimos arreglar 50% y 50%: él cumplió en el acto. Y sabemos que un médico residente gana dos mangos y llegan a laburar hasta tres días de corrido. Son tipos que realmente muerden el polvo pero ¿por qué mantienen los valores? Sin dudas porque todo el esfuerzo, sacrificio y entrega que hacen a cambio de nada no se sustenta en el odio y el resentimiento, sino en una fuerte y natural vocación de servicio.

Sin dudas que quienes cambian los valores son las personas que sustentan en el resentimiento los reclamos justos o causas justas de vida. Agradezco a los médicos residentes porque son los que aún nos hacen creer que “romperse el lomo” por su propia familia, por la sociedad y por el país –y sobre todo, ponerle amor en lo que hacen- realmente sirve para algo.  

jueves, 18 de septiembre de 2008

Un cierre polémico

Sin darte cuenta metiste la pata.

Pasa. Y es común que nos demos cuenta recién cuando expira la última carcajada de todo el auditorio.

Me pasó en la secundaria una vez cuando el preceptor me llamó en el recreo de la primera hora. Me miró mal, como diciéndome "¿así que sos el más vivo, no?".  Recién caí cuando vi cómo el hombre observó con firmeza mis mocasines: el izquierdo era marrón y el derecho, negro. Reconozco que algunas veces me puse medias de distinto color (negras o marrones, azules o verdes, negras y grises, negras y azules, jamás un blanco y negro), pero de allí a ponerme calzados de distintos colores... Me dieron autorización para regresar a casa para cambiarme los zapatos, o mejor dicho, el zapato marrón, que era el que estaba de más. El otro lo tenía debajo de la cama.

También pasa con los jeans de moda que vienen sin cierre. Yo tengo uno que cierra con botones. Cada vez que salgo del baño me aseguro de que estén bien cerrados y diez minutos después, por arte de magia, mirás un poco al piso y te encontrás con que esos malditos botones se desabrocharon. Recién me pasó que me di cuenta en la calle que el cierre lo tenía abierto. Por suerte había un cajero automático. Una mina que no sé por qué estuvo un buen rato allí adentro mientras en la vereda yo estaba con la posición que adoptan los futbolistas que se ubican en la barrera de los tiros libres, es decir, la posición final de las manos al terminar de hacer una abdominal.  Y adentro del cajero tampoco fue muy fácil porque siempre otros -en este caso, como indica Murphy, mujeres- te están mirando a la espera de que le dejes el lugar.

El colectivo también es un sitio incómodo para subirse el cierre, sobre todo cuando te sentás en el medio en un viaje  con el vehículo repleto. El brazo que da al pasillo o al centro del colectivo cumple la función de encubrir al otro brazo que realizará la operación de subir el cierre o abrochar los botones del cierre. Sinceramente he advertido que todo el mundo se da cuenta, así que no es recomendable.

No hace mucho me pasó en una reunión con amigos en la Arístides que una mujer tenía abierto el cierre de su pollera. La única forma que se diera cuenta era avisandole, porque ese cierre se ubica en sus espaldas. Para qué. Ahí no zafás cerrando las piernas. La cuestión fue que entre todos hicimos un sorteo para ver quién le decía y cuando la cosa se estaba decidiendo, finalmente esta mujer pagó y se fue del local con el cierre abierto. 

No es fácil para los miembros activos del sindicato de Murphy. Uno cree que el que se burló lo marcó para siempre. Estoy seguro de que no es tan así. 

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Asustadas

Pasó la otra tarde. Eran cuatro mujeres, intelectuales universitarias. Estaban tomando mate y se pusieron a hablar. Una de ellas hizo catarsis con esta declaración: "cada noche tengo miedo de quedarme dormida porque siento que me voy de mi cuerpo, como si fuese teletransportada hacia otro lugar". Las otras tres le aclararon que podía ser parte de un eventual sonambulismo. Pero ella insistió en que su espíritu se va de su cuerpo y puede verse a ella misma dormida, y allí es cuando se desespera porque intenta despertarse a sí misma pero no puede hasta que en algún momento se despierta igual.

Si esa fue la primera bomba, otra de las muchachotas lanzó el segundo misil: "existen espíritus sueltos que andan dando vuelta por ahí". Allí se les acabó la cháchara. Se dieron cuenta de que habían llegado muy lejos. El miedo las abrazó con tanta pasión que parecían cuatro barras de hielo con forma de mujer, o sea.

Una curiosa -de esas que siempre aparecen con sombra de fantasmas en las paredes- irrumpió el escenario para sobarse los labios con mate. Al verlas cómo estaban le salió de adentro estas palabras: "si ustedes están con Dios no les va a pasar nada. Además seguramente ustedes tienen familiares que rezan por ustedes. Yo también rezo todos los días por ustedes, así que estoy segura de que están protegidas".

Ahí nomás las cuatro se levantaron de sus asientos y fueron a abrazarlas. No podían creer que esta última muchacha permaneciera con su rostro en paz tras haber escuchado parte de estas historias de pesadillas.

Y todo volvió a la normalidad

martes, 16 de septiembre de 2008

Natalia y Andrés

Son de Las Heras. Se conocieron hace 9 años. Él jardinero y ella, estudiante de Ciencias Políticas. Los vi el viernes a la noche en el Bustelo, dentro de esa gente buena que fue a ver a los enanos, que te conté en el último post. ¿Por qué fueron allí?

En agosto de 2006 compartimos el Fin de Semana de Novios del movimiento Encuentro Matrimonial. Luego ellos me contaron que en esa ocasión llegabaron con un largo noviazgo en estado de agonía. Dos personalidades, en un punto distintas hasta el extremo, como ocurre en las parejas que para sentirse unidos necesitan tener algunas cosas muy distintas. Con el tiempo los fui descubriendo y entendí por qué él la amaba y ella lo amaba. Se puede decir que él es el típico mendocino que con un coche a sus pies se siente más ganador que Isidorito en sus años de oro. Ella, como dice esa canción de Sui Generis, una típica inocente. Después de ese fin de semana, ambos tomaron una decisión que tenía que ver con el amor y empezaron a sumar en cada encuentro que los convocaba con sus amigos.

A poco de cumplirse un año de su casamiento me alegré el viernes a la noche cuando me comentaron que están buscando familia (bueno, ya somos dos parejas en el grupo, me dije!). Cuando una pareja no quiere tener hijo, lo normal es que te pregunten ochocientas veces el por qué. En cambio, cuando es al revés no te preguntan el por qué. Yo se lo pregunté y la respuesta fue más que obvia: la naturaleza misma del amor te lo empieza a reclamar hijos. Será porque en el fondo somos familieros o porque al final es verdad, por más años de vida que tengamos por delante, un amor de pareja tiene gusto a poco cuando la cosa empieza y termina solamente en la pareja.

La noche de su casamiento como era de esperarse de mi asesor Murphy, el limpiaparabrisas de mi coche me hizo un piquete en el mismo parabrisas en el peor momento que podía hacerlo, es decir, cuando se largó la lluvia.  La cuestión fue que salvado este problema pudimos llegar a la fiesta, al menos. Ir a un casamiento después de haberte casado es un hermoso placer que aprendés, justamente, después de casarte. Porque cambian cosas increíbles, como lo es la actitud ante el vals: si antes de casarte odiabas el vals, después de casarte lo empezás a amar. Y otra cosa que también hace calentar el corazón es ver cómo los recién casados se miran a ellos mismos cuando entran al salón, cuando brindan y por supuesto, en el momento del vals.

Y pasó que cuando llegamos al salón de fiestas, ellos entraban allí con todos los invitados a los aplausos. Los parlantes también le dieron el recibimiento con una canción de los enanos,  "La luz del día" . Los dos, pero sobre todo ella, con un rostro colorado y único, por estar viviendo ese momento que todas las mujeres saben cuando lo soñaron un millón de veces antes jamás pensaron que iba a ser tan lindo y perfecto como lo iba a ser en el momento de llevarse a cabo.

Arriba del escenario del Bustelo se subieron siete chicas a cantar "Luz del día". Marciano y Felipe estaban pendiente de que ellas afinaran bien. Quizá no alcanzaron a distinguir a que a unos 60 metros de ellos, ella lo abrazó a él y no pudo evitar que su contagiosa lágrima de emoción también lo alcanzara a él. Apenas terminó el concierto nos vimos y allí nos enteramos de que están buscando familia. 

sábado, 13 de septiembre de 2008

"Yo soy amigo del Marciano"


Antes de contarles esta historia les comento que lo del post anterior por ahora va bien pero el resultado final lo sabremos seguramente el próximo viernes. Cambio y fuera.

Hola. Anoche llegábamos al Bustelo como típicos mendocinos, bien impuntuales (cerca de las 23). Había gente afuera, típico de cualquier recital roquero. Estábamos por entrar cuando se interpuso un muchacho que quería hablar con el boletero. Este último le dice "Marciano no dijo que ustedes podían pasar gratis". Ese muchacho y otros más pegaron la vuelta. No parecían ser ex compañeros del Pablo Nogués.

Cualquier cumpa que concurre a toques de bandas mendocinas sabe que este tipo de situación (el del "somos amigos del guitarrista o del cantante, por lo tanto dejame pasar") es de lo más común. El tema es que los Enanos hace rato que no tocan "Nena de 17"  y "Amor callejero" como para decir que cualquier amigo de un amigo entra gratis. Es como haber ido en diciembre último al Monumental a ver a Soda, sin entradas, y haberle cuenteado al boletero de la entrada del estadio que "somos ex compañeros de Cerati de la facultad de diseño, o de lo que sea".

Recuerdo cuando tuve mi bandita que era todo un problema el tema amigos. Por un lado, una solución porque cuando no te conoce ni el gato los amigos son los únicos que te pueden llevar público, porque por más avisos que pongas en el diario o entradas que regales en la Rock & Pop o radio UTN, al final ni siquieran van los concursantes que se ganaron las entradas gratis. Así que el tema amigos es fundamental. Pero el otro lado de la moneda lo constituye el mangueo, es decir, el tener que dejarlos pasar gratis. "Yo te banco siempre donde toqués, ¿cómo me vas a cobrar entrada?". Y luego, cuando hacés la cuenta, te encontrás con 100 pesos de deuda con el sonidista y así empieza la carrera de desgaste que en muchos casos finaliza con la disolución definitiva de una banda, porque al final perdés dinero si tocás.

En fin, el tema amigos + mangueo en los recitales es todo un tema. Pero lo más importante fue ver la clase de público que asistió anoche al Bustelo.

Cada banda tiene su perfil de seguidor. No llega a ser un perfil tan tan definido, com las tribus urbanas, pero al fin y al cabo son personas que tienen la característica de saber entender el mensaje de la banda y disfrutar de su música. Y a ésto se suma un cacho de devoción a ese grupo o intéprete solista. Los seguidores de Charly son un ejemplo.

Ayer me encontré con una audiencia extraña: ninguno sentía bronca, es decir, jamás hubo un "anti" en todo el concierto. Si no sos Cerati, sos Ricotero. Si no sos Luis Miguel, sos Pappo. Si no sos un intelectual sos un consumidor de basura romántica.  Nada de eso. Y a la vez, para nada un público hueco o tonto, o ultrafanático.

Yo me sentí como compartir un rato con la muchachada que entiende lo que son los mejores momentos de la vida y también los momentos más valiosos de la vida. También, con ese tipo de público que admira el buen sonido, ese en el que no se confunden los instrumentos con voces ni los roles protagónicos de los integrantes de una banda. En especial, a los que admiran el buen gusto de la guitarra, de esa que sabe interpretar a Hendrix y a Pink Floyd, como hizo el Felipe anoche.

Es verdad que el tiempo me volvió más duro y algunas canciones -todas ellas baladas- si bien reconozco que son excelentes melodías, no alcanzaron a martillarme la dura piedra de la pasión prejuiciada -para definir así ese difícil vínculo entre "lo que yo soy" + "lo que es bueno" + "lo que me gusta". Pero algunos segmentos con más bajos de fondo, cambios sorpresivos de ritmo y con esos solos de viola que nada más los pueden hacer no más de cinco tipos en este país sin dudas que alcanzan llegar a la raíz del "yo soy así, aguante la música" (otro estado también difícil de decirlo con palabras, pero fácil de percibirlo cuando escuchás un segmento de esos intérpretes que te vuelan la cabeza y te terminan diciendo "y bueno, aún can`t get satisfaction, o sea").

Más allá de lo que fue este resumen de 30 años de música con ganas de escuchar más (porque nadie quiso irse del Bustelo al cierre del concierto), sinceramente siento gratificación y hasta te diría tranquilidad, cuando veo que hay buena gente compartiendo buenas cosas en nuestro medio. 

Además, en esta época, qué bien que se siente cuando ves gente que puede vivir sin bronca (demasiado prejuicio positivo, si querés llamalo así, pero igual es algo para detenerse a pensar).

Fotos: Paulo Páez (UNO)

viernes, 12 de septiembre de 2008

Chocamos y nos dimos la mano 1º Parte

La primera parte del título es verdad y la segunda parte, también, aunque sólo por el momento, porque se me plantea este problema: ¿cómo decirle al tipo que me chocó que tendrá que ponerse con mil pesos?

Antes de ayer, al llegar a una escuelita rural, un coche conducido por un médico me chocó en el momento en que yo giraba hacia el puente del establecimiento. Contra todos los pronósticos, tras la piña hubo buena onda con el doctor.

Guardabarro abollado, tren delantero averiado y la puerta del conductor, también. Tras la decisión de no hacer la denuncia policial, activé la calculadora mental y la primera suma dio cerca de quinietos pesos la reparación en el taller de chapería y pintura. Totalmente desacertado: hoy me desayuné una cifra casi tres veces mayor al calculado con mi marote. ¿Cómo resolver un pago que tiene que ser sí o sí en efectivo porque un taller de chapería y pintura no es un local del shopping, que acepta todas las tarjetas. Seguramente una mina no entendería ésto de tener que resignarse a pagar todo de una vez y no en cuotas sin interés (callate Mario)

Volviendo al momento del choque, pasó que el doctor se autodeclaró culpable antes de que debatiéramos quién de los dos metió la pata más larga (un referí de boxeo diría que se trató de un fallo dividido). En realidad tenía razón: en zona escolar tenés que andar a 20 kilómetros por hora y mejor esperar al coche que te sigue, antes de querer pasarlo. Reconozcamos que nadie le da bola a eso aquí en Mendoza, es la verdad. Por lo tanto, este médico realmente me sorprendió por su honestidad.

Ese primer contacto entre dos seres desconocidos resultó extraño: en vez de hacer letra chica de lo que pasó, para ver quién tenía más pulgas en la cabeza, nos pusimos a hablar de la realidad de los jóvenes médicos que hacen la residencia: me dijo que en su caso, esa labor dura cinco años y que es gratis. Seguramente me quiso decir algo así como que "me pagan quinientos pesos más el colectivo" (no en este caso porque el cumpadre tiene su propio vehículo). Pero me di cuenta, por su aspecto, que vive al día o mejor dicho, no le sobra nada y quizá le falte mucho. Cuando veo médicos así siempre se me pasa por la cabeza la idea de que sólo están pagando un derecho de piso ya que a la larga, creo yo que a ninguno de ellos les va mal. Pero puede ser que esté equivocado. Igual siento que hay que apoyarlos, para que vivan esa etapa jodida con mucho amor y heroísmo, si se puede definirlo con alguna palabra, o sea.

Al final le propuse al cumpadre de guardapolvo blanco -ante su insistencia en querer hacerse cargo de todos los daños- que hiciéramos 70% y 30% en la repartición de fondos destinados al mecánico. Aceptó (obvio, qué iba a decir). Pero ahora cuando se entere de que la cosa va a salir el triple de caro de lo que estimába, seguramente la buena onda se dispare hacia algún lado no deseado. O no, quizás nos volvemos a sorprender con una couta de negociación madura y consensuada, diría Julio Cleto.

En fin, convengamos que no hace mal escuchar a la conciencia. La interminable pulseada entre la bondad y la astucia. Si todo sale bien seguramente estaremos entendiendo un buen mensaje. Pero ¿y si ahora se rebela y se echa para atrás? Ojalá que alguna buena vez hacer las cosas con buena intención termine en un buen resultado, diría Macaya.

Y hablando de Macaya, definitivamente, ¿con qué cara le digo al tipo que me chocó que tendrá que ponerse con una bocha de guita?

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Aún sobran carretas

Calculo que fue en 1987. Egresaba del Zapata "colegio de varones, los demás son todos..." (cortala, Mario). Bueno, la cuestión fue que una tarde, en la avenida Las Tipas, del Parque, vi cómo pasaba una carreta, mientras yo hacía corriendo una vuelta al Lago. Se me ocurrió pensar que quizá en el 2000 desaparecerían las carretas, quizá porque algún gobierno pondría en práctica alguna ley que debe existir sobre este tema y también en el bien de los pobres chicos y de los muchachitos menores de edad que manejan ese tipo de vehículo, sin dudas el más usado de los usados en el rubro tracción a sangre, o sea. Nunca olvidé esta ocurrencia.

Pasaron los años y las carretas no sólo sobrevivieron, sino que también percibo que si bien son conducidos por caballos, se reproducen a un ritmo de progresión geométrica, al igual que los hansters, también de carne y hueso como los yobacas. 

El otro día pasé por Colonia Segovia y vi a un caballo muerto, al lado de una carreta. Me acerqué un cacho. No estaba muerto: estaba apolillando, hasta que de repente se paró. Es que durante años me tragué el verso que me metieron en la infancia acerca de que los caballos duermen de pie. Apenas parado, el animal lucía bien fiero. No había fardos de pasto a su alrededor, como suele pasar en cualquier lugar donde hay yobacas. Este pobre bicho sólo se arrimó a una acequia para beber el único líquido que podía beber: agua contaminada. Para eso están las acequias también.

Luego volví por el Corredor del Oeste. A la altura de la Estanzuela y en una zona elevada de ese corredor...una carreta, bien tranquila a su ritmo, con un caballo sometido y resignado a esa vida miserable. En ese momento también recordé cuando vi cómo una carreta se metía en el Acceso Norte, en la rotonda del barrio UJEMVI (ya aprendí lo que significa este entramado de letras: Unión Judiciales Empleados Públicos y Vivienda, más o menos así porque sobra una "P"). El adolescente que manejaba la carreta lo hacía a lo Ayrton Senna, maniobrando las correas con que sujetaba al bicho como si fuera una Ferrari en el Rally París Dakar, si queremos que exageremos un cacho. "Pobre bicho", disparé hacia mi mismo en medio segundo cuando lo pasé con el coche.

Pasa. Las carretas siguen vigentes. Por lo tanto los invito a que cuando imaginen a nuestra Provincia en el 2050, además de autos voladores a los Supersónicos y probadores virtuales de ropa, no excluyan de ese escenario a las villas, a las carretas y a sus caballos desplumados. 




 

martes, 9 de septiembre de 2008

Doña's Spirina

Aún quedan en Mendoza seres únicos, que se resisten a los microondas, a los TV con pantalla plana y ... aunque parezca mentira, ¡a los antidepresivos! 

La vamos a llamar como titula este post. Es una señora que vive en uno de esos tantos barrios mendocinos que empiezan con siglas indescifrables, como UTMA, COVIMET y así, otras nominaciones cuasitécnicas de sudoku, ideal para que George Lucas los tome con una caña de pescar para así nombrar a eventuales flamantes personajes de Stars Wars, si es que el cineasta quisiera transformar su exitosa zaga en un culebrón de suspenso interminable, como lo fue el Montecristo de los mafiosos Lombardo de Lombardía. Podemos esta rama que ya nos fuimos muy lejos. En todo caso en otro post nos dedicaremos a descifrar los nombres sudoku de los barrios mendocinos.

En los últimos 30 años no tomó ni un resfrianex, paracetamol, novalgina, benadryl o paratropina. Ni mucho menos un antibiótico. Tampoco tuvo que pasar por un hospital para que le sacaran sangre o le quitaran una várice. Nada de nada. Ni siquiera una radiografía ni mucho menos, un odontólogo.

"Yo tomo una aspirina y enseguida se me pasa", suele decir cada vez que ve a sus hijos con el doble de abrigo cada vez que cambia el clima. Y ni le vayan a decir que con la vacuna para la gripe no te enfermás. "Siempre que me pasa algo tomo una aspirina y listo", repite con una sorprendente lejanía de dependencia  a drogas medicinales, así sea para quitarle algún momento de mal ánimo o falta de sueño.

¿Y qué pasó en el año 31? Le vino una gripe. Sus hijos tuvieron que perderle el respeto natural que desde hace mucho ya no existe entre un hijo con su madre para exigirle que se callara la boca, mientras llamaban a la emergencia de la obra social -que nunca necesitó en los casi 31 años anteriores.

Llegó el médico. Doña's Spirina sufrió el duro cocacho de caer en la realidad. El último bastión de la independencia de los remedios, mediante sus agónicas palabras "yo siempre me curé con la aspirina" fue cediendo ante un médico joven que con buen humor no aflojaba en ordenarle a la mujer que abriera la boca para ver su garganta colorada. No supe cómo hizo pero igual logró hablar mientras su boca estaba más abierta que una sombrilla extendida. 

Al final todo terminó en una receta en manos de uno de sus hijos. Cuando el médico se retiró, lo único que recordé fue la serie de respuestas sorpresivas (para el médico, no ya para nosotros): ¿cuándo fue la última vez que fue al médico? "No sé, cuando tuve a mi hijo", ¿usted es alérgica a algún medicamento?, "yo creo que sí porque lo único que me hace bien es la aspirina" (¡¡mentirosaa!!), ¿quién es su médico de cabecera?, "no sé, creo que mi hijo sabe más de eso"; bueno, veo que tiene una faringitis grave, tendrá que estar en reposo tres días y deberá tomar cada doce horas este antibiótico, ¿cuál es su número de OSEP?, "numero ¡quééé!".

Hizo cama y tomó el antibiótico. Pero no cada 12 horas sino cuando se le daba la gana. Después llegó a decir "bueno, podría comprar más de ésto (el antibiótico) por si me pasa de nuevo" (claro, tal cual, ya que estamos, incluyamos un dannette blanco y lo que entre en el carrito, tal cual, es lo mismo).

Pasó el tiempo y volvió a ser la mujer de la aspirina y del nunca entender cómo funciona un microondas y un radiograbador digital.



domingo, 7 de septiembre de 2008

La Citronave naranja de mi hermano

En aquellos viejos tiempos en que aprendí a tocar de memoria "Aún sigo cantando" (que lo escuché por primera vez en una fiesta en el gimnasio de Regatas en 1984) aún no tenía fotos en aquel cajón donde está tu foto. En su lugar, el motor de la Citronave que a mi hermano le costó 100 pesos argentinos o 100 australes, ya no recuerdo bien. Algo así no podía entrar en un simple cajón, sino que en una cosa grande, como lo era el patio de mi casa.

Recordar la historia de la Citronave en realidad es un premio consuelo al empate de la Selección con Paraguay. Porque haciendo memoria poco me acuerdo de cómo vi en casa los goles de la selección de Bilardo en sus épocas más gloriosas, sino más bien cómo nos subíamos con el Mariano Suárez en el espacio para los pies del asiento de atrás de la Citronave naranja, con la cabeza para afuera, y con el descapotado de cuero plasticoso abierto, nos mandábamos a San Martín y Vicente Zapata para los festejos, con mi hermano MFede al volante.

Nunca aprendí a manejar bien ese coche por la forma en que se hacían los cambios. Realmente difícil de entender los cambios de esos coches. Tampoco supe cómo hacía para andar. Un invierno entero quedó el motor al descubierto en el patio hasta que un domingo apareció un aviso clasificado en el diario: mi hermano se lo quiso sacar de encima. Al poco tiempo apareció un flaco, cara de estudiante de ingeniería, de esos que cualquiera como vos diría "hermano, yo empecé de abajo con este hermoso que para siempre llevaré en mi corazón", con un billete de cien (no recuerdo si también eran los pesos de ahora o los australes) y se lo llevó a su casa. El día anterior, Mfede sacó el motor del patio, lo encajó en el coche como una pieza del Rasti y sinceramente nunca supe si lo probó o no: la cuestión fue que apareció el chavón, puso los cien mangos, se sentó en la Citronave y con cara de "me falta un escarabajo y el Ford T de mi bisabuelo y me gano la lotería" se fue nomás, en una trayectoria zigzagueante como hacía ese coche cada vez que salíamos a festejar un partido de la Selección al Centro.

Entre los 18 y 19 nos pasa que vivimos un romance con los coches principiantes y usados. Algunos son extremistas y van en busca de aventura más romántica que tuerca en el circuito de Papagayos. Quizá es una motivación que nos viene por creer que ya podemos disponer de algo que no podemos comprarlo con nuestra propia plata, pero que seguro que haremos lo posible para comprárselo a los viejos el día que terminemos de juntar esos 100 mangos de antes.

Mfede ahora tiene un Corsa que lo terminará de pagar en 248 años. Pero si llegara a ver esa Citronave naranja por la calle Paso de los Andes, seguro que no pararía de soñar nuevamente. 

viernes, 5 de septiembre de 2008

¿Me saco el carnet o no?

En los últimos tiempos escuché varias historias de treintañeros que sacan por primera vez el carnet de conducir. Quizás todos creen que lo normal es sacártelo a los 18 apenas cumplido. No es así: muchas veces los fantasmas ocuparon las conexiones in / out de la mente y lograron postergar la decisión de ir al Registro para buscar el carnet.

A mi me pasó que cumpliendo los 18 no quise sacarme el carnet por dos razones: no quería complicarles la vida a mis viejos con arruinarle lo único valioso que había en casa y por otra parte, no hubo una mina que impulsara a mi superyo ser un superhéroe mendocino que necesitara su propio vehículo para llevar a pasear a su supermina. Pero en el fondo me di cuenta de que lo primero pesaba más que lo segundo: se trataba de un miedo escondido.

Me hizo bien vivir cuatro años en Buenos Aires para sacarme ese miedo a dominar un coche que no cerraba. Recuerdo las veces que me tocó cruzar la avenida Paseo Colón como la ranita de los flippers que va esquivando a los coches para que no te atropellen. Inclusive aún recuerdo cómo partían los coches tras la bajada de bandera de cuadros con el semáforo verde en la esquina de la Casa Rosada, por el lado de Paseo Colón, como si fuese un tramo de la pista de Fórmula Uno que los Rodríguez Saá están construyendo en Potrero de los Funes. Algunas veces tuve que cerrar los ojos, quedarme rígido como una farol de San Telmo y dejar que los coches voladores esquivaran mi cuerpo a escasos centímetros de mi.

Cuando volví a Mendoza todo me pareció más tranquilo que la avenida Mitre de San Rafael, a la altura de la cancha de Huracán de esa ciudad. En cuestión de quince días aprendí y saqué el carnet. Todo el miedo se deshizo en unos instantes y el manejar se convirtió en algo habitual como lo fue andar en la Aurorita en su momento.

Ahora veo que muchos treintañeros, hombres y mujeres, cobran un sueldo que les permite pagar una cuota de un círculo, entonces deciden meterse en esta aventura de comprar un coche abonando la hipoteca de sus almas en cuotas interminables. Muchos de ellos directamente van a una academia y también, en 15 días aprenden. Algunos reconocen que ese miedo no se les va, otros admiten que no les gusta manejar pero lo hacen obligados por las circunstancias y otros afirman ser de maderas y prefieren chocar la cabeza con la pizarra del profesor todas las veces que sean necesarias hasta que el casco de proteccióna finalmente pueda entrar sola en el marote. Ellos inalmente aprenden y manejar se convierte en una cosa más.

Sorprende que al menos aquí en Mendoza las mujeres prácticamente casi ni figuran en las noticias policiales sobre accidentes viales como responsables o conductoras del coche que causó la tragedia.  Bueno, razones hay: casi no figuran mujeres al frente de los camiones y colectivos de larga distancia, y sólo algunas en los taxis.  Quizás valga la pena hacer un intercambio de camisetas en estas funciones para ver si los resultados nos dan una esperanza de vida al volante mayor al actual.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Danza rota

Recuerdo que cuando hablamos de la guerra de Malvinas, alguna vez escuché decir que mientras los muchachos peleaban en el sur, la juventud de esa época igual salía a bailar a los boliches, como si pasara nada.

Ahora siento algo igual con las víctimas del delito. El asesinato del policía en la Universidad Maza realmente impacta a cualquier ser humano cuando nos enteramos que tenía tres hijos. Me imagino a ellos cuando sean grandes que hubieran querido vivir con sus padres como lo hicimos los que tuvimos la suerte de tenerlo. Ellos tendrán el recuerdo de un papá que fue ejemplar. Generalmente cuando matan un policía y después leemos con más detalle la crónica policial nos encontramos con que ese hombre estaba casado y tenía tres, cuatro o cinco hijos. Es decir, una familia partida en mil pedazos. También se me viene a la cabeza casos como el de la maestra Claudia Oroná y de la mujer embarazada que asesinaron hace poco. También con el caso de Roque Giménez, que también quedaron sus hijos.

En fin, son tantos los asesinados por la delincuencia que admito que me costaría salir a bailar, a celebrar algo. Esto es porque uno -o algunos- sienten las ganas de compartir esos buenos momentos y se percibe impotencia cuando ese "compartir" es desigual. 

Leyendo los últimos momentos de hoy miércoles me encuentro con que mataron a un joven de 16 años en Godoy Cruz. Estoy casi seguro de que quienes asesinan no tienen ni la menor idea de lo que es una familia.  Alguna vez pasé por una villa y escuché cómo se maltratan a los niños y es difícil imaginarse cómo ellos crecen y con qué mentalidad lo hacen. Quizá nosotros estamos acostumbrados a lucharla, a hacer proyectos, a trabajar para lograr un objetivo, a compartir las buenas y las malas con la pareja para poder hacer una familia. Y te encontrás del otro lado a tipos que viven el día a día y nada más, y que en el fondo aún no sabemos cómo hicieron para crecer y vivir en un ambiente muy hostil. 

Es difícil hacer una conclusión equilibrada porque celebrar es un derecho y mucho más cuando uno transpira la camiseta día a día. Pero también admito que cuando vos te ponés en lugar de otro, en este caso, de una víctima del delito, se te cae todo el esquema.

Al menos, durante Malvinas  -yo tenía 12 años en ese entonces- todos sabíamos que no era la guerra de los cien año y que algún día terminaría. Ahora, en esta guerra contra los delincuentes, creo que todos tenemos algo de esperanza en creer que podrá durar un tiempo pero no todo el tiempo que nos queda de vida. Pero pasan los días y pareciera que ésto no va a cambiar. Entonces nos terminamos acostumbrando a que esta guerra en realidad no es una guerra sino la forma más normal de subsistir y que en este esquema de supervivencia al azar tenemos que ajustar ciertas cosas, como las fiestas y celebraciones. No es por nada, pero creo que cuando celebremos el próximo Año Nuevo, en el momento de levantar las copas, nos vamos a acordar de todos ellos y posiblemente la conciencia nos transmita algún mensaje para entender mejor todo ésto.

En fin, deseo que al menos la sociedad siga creyendo en las familias

lunes, 1 de septiembre de 2008

Mondongo Reggae's Club

"Hola, ¿vos sos Mario? Mirá te llamo porque me dijeron que vos cubrís recitales de rock para el suplemento "Yo con vos". Una voz gruesa comprometida la que estaba del otro lado del tubo. "Tocamos este sábado a la medianoche en un pub de Palermo, en la calle Marcelo T. de Alvear". Quedé en ir. En aquellos días cursaba tercer año de la facultad y acababa de armar una banda de rock con mis compañeros. Todo lo que tuviera que ver con aquello me movía mucho.

Ese sábado de 1993 llegué tarde al pequeño pub de la calle Marcelo T. de Alvear. Recuerdo que casi no pude distinguir la voz de Marcelo Zoloa respecto del resto de la banda y eso lo escribí en la crónica que hice para ese suplemento joven de Los Andes que dirigía Pedro Straniero. Ellos hacían de teloneros de otra banda mendocina, "La Rosa" se llamaba, que al parecer tenían un poco de trayectoria en Buenos Aires. Lo único que recuerdo de esa primera vez que vi a Bela Lugosi fue la canción "Mondongo Reggae". Por más fuerte que sonara su viola, esa sencilla canción marcaba una distancia respecto de las otras en ese cassette blanco llamado "Caballo Florido" (aunque tras escuchar ese cassette blanco que me regaló Marcelo aquella noche, el tema mejor armado era justamente Caballo Florido). Al escribir la nota de ese toque de los Bela quise ponerme yo en lugar de ellos y no dármela de juez crítico. Me di cuenta de que existía una poesía conjugada con melodías muy sencillas y sustentadas por un rock potente y bien tocado: eso fue lo que rescaté en esa nota y lo que más descubrí con el tiempo de ese trío constituido además de Marcelo, por el Manolo Pereiro y el Tucán (después formó en Mendoza una banda particular, llamado Payaso Atómico).

Desde esa noche y durante más de un año y medio se inició un ida y vuelta con los Bela en Buenos Aires, a partir de un acuerdo implícito: ellos nos bancaban con los amplificadores de viola y bajo, más la batería durante los toques y nosotros, "La Tripa" se llamaba nuestra banda, trayendo nuestro público que eran los alumnos de Comunicación Social de la Universidad Austral.

Hicimos algunos toques juntos. Los más copados que recuerdos fueron tres: el de la rotisería de unos bolivianos copados en el barrio de Congreso, el toque en un boliche en San Telmo y gran concierto en el playón municipal de La Plata (organizado por la municipalidad de la capital bonaerense).

En los dos primeros arrancamos nosotros (para que el público se fuera instalando) y seguían ellos, que eran sinceramente los que mejor tocaban. El de la rotisería, que a la noche funcionaba como pequeño antro suburbano, recuerdo que en la entrada de ese local había una pizarra con unas letras gigantes que decía "Vendo pollo" y un tipo que estuvo apolillando sentado en una silla desde el inicio de la prueba de sonido hasta el final de los toques. Apenas entraban unas treinta personas. Recuerdo que después de nuestro toque no pude ver los Bela porque nos fuimos al casamiento de una compañera de la facultad en Olivos. Esa noche no terminó muy bien: a la salida de ese casorio, a una cuadra de la Quinta Presidencial, nos agarró una patota. ¿Sabés por qué zafamos? Porque cuando ya se estaba por armar la piñadera, uno de los muchachos, Francisco Olivera (actual sub editor de Economía del diario La Nación) le dijo al jefe patotero: "Maestro". El chavón se sintió halagado y se retiró contento, como si no hubiera pasado nada.

El toque en San Telmo fue inolvidable: esa noche, Marcelo le sacó 100 metros de ventaja a Jim Morrison. Su viola pareció ser un atleta de gimnasia artística de Pekín 2008. Además, Mondongo Reggae duró casi siete minutos: fue un ritual porque el público que apenas conocía esa canción seguía repitiendo el estribillo como si fuese Hey Jude. Realmente allí me di cuenta de que los Bela merecían ocupar las primeras planas, porque dejaban todo en la cancha. Quizá el tema era que no todos entendían a esa banda. Tenían que lograr llegar a su público. Era una cuestión de tiempo.

El de La Plata fue una aventura que empezó bien temprano por la mañana, cuando nos tomamos una combi con los instrumentos. El Manolo, así de tranquilo como es, hacía algunas cosas tan despreocupadas que a cualquier tipo lo descolocaba. Cuando llegamos al playón vimos afiches por todos lados, en el que figuraban los nombres de nuestras bandas. El escenario era tan grande que creo que nunca nos dimos cuenta de aprovecharlos bien. Cuando se iniciaron los toques, a nosotros nos tocó ser la última banda; a los Bela, penúltimos. ¿Y qué pasó? En vez de tocar unos 15 minutos, los Bela estuvieron 45 minutos arriba del escenario (recuerdo que volvieron a hacer lo mismo cuando fueron teloneros de Las Pelotas en Olimpo, aquí en Mendoza). Los organizadores del concierto me decían a mi que los frenara y los sacara del escenario, pero preferí dejar que los muchachos tocaran, porque dentro de todo era la única banda de aquella noche que realmente estaban haciendo rock and roll como la gente. El resto éramos una suerte de aficcionados (recuerdo que esa noche tocó un grupo de mujeres llamadas "Enfermas de Estar"). Finalmente La Tripa se subió al escenario pero sólo pudimos tocar cuatro canciones: los organizadores del concierto se la agarraron con nosotros. Pero no estuvo mal: una revista rockera de La Plata nos hizo una entrevista y el dueño de un boliche de Trenque Lauquen le ofreció a los Bela tocar en esa ciudad rural.

Después los Bela volvieron a Mendoza y empezaron a editar sus discos. Nos seguimos viendo con Marcelo, ya que cuando me radiqué otra vez aquí armé mi propia bandita, La Cachorra, y los Bela fueron una suerte de DT esporádicos. En el debut, hecho en la casa de nuestro bajista, Carlos Alcalde, actualmente uno de los capos de Retina Multimedia, el Tucán nos hizo sonido y en otra ocasión fue el mismo Marcelo quien manejó la consola. Pero duramos poco. Una vez nos hicieron el favor de que podamos ser teloneros de ellos en un toque en Bananarama, calle San Martín. Su público nos recibió bien. En esa ocasión tocó Felipe Staiti con ellos porque era el flamante productor de su segundo disco (el que siguió a ¿Qué hago aquí?). La última vez que compartimos algo de música fue en 2003, en un acústico que hicimos en Juguete Rabioso, por el cierre del ciclo del programa Criado en las Calles, de la radio UTN. También estuvo allí el Canario Vilarino, de Chancho Va.

En fin, mi gran deseo fue que los Bela pudieran vivir de la música por cómo la lucharon. Los discos que fueron haciendo cada vez resultaron mejores y para lo que es el rock mendocino han marcado un camino: el del trabajo, los huevos, la perserverancia y constancia. Y esperanza también porque ellos son un buen ejemplo para el pibe que realmente está decidido a vivir de la música, en un entorno donde la industria cultural no aporta nada y sólo se puede apostar al efecto pródigo de Youtube.