domingo, 7 de septiembre de 2008

La Citronave naranja de mi hermano

En aquellos viejos tiempos en que aprendí a tocar de memoria "Aún sigo cantando" (que lo escuché por primera vez en una fiesta en el gimnasio de Regatas en 1984) aún no tenía fotos en aquel cajón donde está tu foto. En su lugar, el motor de la Citronave que a mi hermano le costó 100 pesos argentinos o 100 australes, ya no recuerdo bien. Algo así no podía entrar en un simple cajón, sino que en una cosa grande, como lo era el patio de mi casa.

Recordar la historia de la Citronave en realidad es un premio consuelo al empate de la Selección con Paraguay. Porque haciendo memoria poco me acuerdo de cómo vi en casa los goles de la selección de Bilardo en sus épocas más gloriosas, sino más bien cómo nos subíamos con el Mariano Suárez en el espacio para los pies del asiento de atrás de la Citronave naranja, con la cabeza para afuera, y con el descapotado de cuero plasticoso abierto, nos mandábamos a San Martín y Vicente Zapata para los festejos, con mi hermano MFede al volante.

Nunca aprendí a manejar bien ese coche por la forma en que se hacían los cambios. Realmente difícil de entender los cambios de esos coches. Tampoco supe cómo hacía para andar. Un invierno entero quedó el motor al descubierto en el patio hasta que un domingo apareció un aviso clasificado en el diario: mi hermano se lo quiso sacar de encima. Al poco tiempo apareció un flaco, cara de estudiante de ingeniería, de esos que cualquiera como vos diría "hermano, yo empecé de abajo con este hermoso que para siempre llevaré en mi corazón", con un billete de cien (no recuerdo si también eran los pesos de ahora o los australes) y se lo llevó a su casa. El día anterior, Mfede sacó el motor del patio, lo encajó en el coche como una pieza del Rasti y sinceramente nunca supe si lo probó o no: la cuestión fue que apareció el chavón, puso los cien mangos, se sentó en la Citronave y con cara de "me falta un escarabajo y el Ford T de mi bisabuelo y me gano la lotería" se fue nomás, en una trayectoria zigzagueante como hacía ese coche cada vez que salíamos a festejar un partido de la Selección al Centro.

Entre los 18 y 19 nos pasa que vivimos un romance con los coches principiantes y usados. Algunos son extremistas y van en busca de aventura más romántica que tuerca en el circuito de Papagayos. Quizá es una motivación que nos viene por creer que ya podemos disponer de algo que no podemos comprarlo con nuestra propia plata, pero que seguro que haremos lo posible para comprárselo a los viejos el día que terminemos de juntar esos 100 mangos de antes.

Mfede ahora tiene un Corsa que lo terminará de pagar en 248 años. Pero si llegara a ver esa Citronave naranja por la calle Paso de los Andes, seguro que no pararía de soñar nuevamente. 

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