miércoles, 31 de marzo de 2010

Coleccionistas

Más de 12 años no tenía en ese entonces y los domingos por la mañana se juntaba un grupo de vejestorios VIP a intercambiar estampillas en el club español de la calle llamada avenida España, entre Rivadavia y Montevideo. Mi viejo coleccionaba sellos de caballos y yo, barcos. Ese club español desapareció: el viejo edificio fue atravesado por la espada láser del maestro Yoda y ahora es un rascacielos elegante. ¿Y los coleccionistas?

Federico también era coleccionista. En la época en que los coches se diferenciaban mucho y no ahora, en que cualquier auto se parece a un Fiat Duna o VW Gol, él miraba un vehículo a 50 metros y te detallaba la marca, el modelo y de dónde era ese auto –aún con las patentes alfanuméricas de ahora. Una tarde, en la conocida “esquina de los choques de la Quinta Sección”, Rufino Ortega y Paso de los Andes, un Rastrojero de los tiempos de la revolución industrial se llevó por delante un Volvo importado. Mientras la policía hacía los peritajes, Federico fue al lugar y sacó de la acequia el escudito de Volvo y lo puso en una placa de madera. Durante muchos años fue como un diploma colgado en su cuarto.

Pero la cosa más extravagante que vi en una habitación lo tenía el hermano de mi amigo Adriano, el enano: un semáforo en su mesita de luz. Gigantesco e incómodo, el cascajo amarillo con las tres luces era el adorno principal de su cuarto. Cuando ésto se lo comenté a una amiga, me dijo que su hermano, en su habitación, tenía un cartel de “Máxima 40”, la señal vial del círculo rojo con ese número adentro. Cuántas veces habré puteado a los que se chorean los carteles de las rutas, ¿quién no?

Algo que aún tengo guardado y que yo creo que vale es una lata de Coca Cola que me lo trajeron a principios de los ochenta, cuando en Mendoza y en Argentina aún no se comercializaban las latitas de esa gaseosa. Es una marca que cambia permanentemente su diseño y es una obra de arte. Ahora me estoy acordando del guashamboy, hoy un conocido productor multimedia de Mendoza, fanático de esa marca y que tenía la botellita de vidrio original de la primera Coca Cola de todos los tiempos, que también alguien se lo trajo de Yanquilandia.

Mi hermano coleccionó latas de cerveza importada y mi otro hermano, avioncitos, de esos que se arman y que ya creo que no existen, pero que en una época eran el juguete de los pequeños artesanos. Mi sobrino Pablo fabrica barcos adentro de las botellas y luego se dedicó a la magia: empezó con los libros con trucos de grandes magos y todo eso. Su hermana, estudiante de diseño, colecciona las revistas dominicales del diario La Nación por los diseños de sus publicidades. En el Martín Zapata, cuando surgió la movida del rock nacional ochentoso, unos cuantos coleccionaban la Cantarrock y Toco & Canto. También estaba el experto, que sin entrar a Internet y sin gastar un mango, se las arreglaba para conseguir todos los acordes de las canciones de Luis Alberto Spinetta.

Marcelo, dueño de un videoclub, tiene un VHS con el recital de Soda Stereo en la avenida 9 de Julio, aquel que convocó a 150 mil personas. Luego, rastreando un cacho, me encontré con un verdadero videoclub paralelo con joyas musicales.

El récord absoluto lo tiene mi suegra: ella colecciona botellas de plásticos (gaseosas, jugos, aceite, etc). Muchas señoras de antes y ancianas de hoy conservan la maña de no desperdiciar estos objetos contaminantes y desde la década de los 80 que no echó ninguna de estas botellas livianas e irrompibles al tacho: una habitación repleta de botellas y la producción va en aumento. También, y eso no sé, es de juntar todo tipo de papeles en su cartera, del modo que cuando tiene que buscar la tarjeta para viajar en colectivo tarda en encontrarlo todos los años que ella ha vivido más el IVA e impuestos a las ganancias. Al fin y al cabo una botella de plástico y un ticket del micro -de esos aburridos de ahora que no sirven para buscar números capicúa- hacen en milésimas de centavo al patrimonio de cada uno.

viernes, 19 de marzo de 2010

Bueno, bonito y barato

“Caro, pero el mejor” (¿se acuerdan de ese anuncio de Grundig de los 80?). 

Ese eslogan quedó muy marcado en todos. En esa época apareció otro, de una tienda local, que le hizo competencia a la de la marca de televisores alemanes, desde la vereda de enfrente: “Bueno, bonito y barato” (¿se acuerdan?). 

Y así nos quedamos con un dilema superclásico que duró por años: “caro, pero el mejor” vs “bueno, bonito y barato”.

Si bien en los 90, cuando se abrió la importación tecnológica a precio dólar = peso, gran parte de la gente empezó a disfrutar chucherías baratas de gran calidad made in Japan or Korea, y eso se tradujo en productos locales, como los cartones de leche marca supermercado donde lo comprés. Entonces uno empezó a igualarse con el otro, hasta que apareció la marcha china Durabrand y la cosa volvió a ser como antes (al menos, en este caso).

Ahora la cosa viene en la ropa: hasta hace dos años aquí en Mendoza por 30 pesos te podías comprar una remera buena, de esas XL que no se achican ni se agrandan con el lavarropas.  Pero si en este momento salís y recorrés cualquier tienda del centro, Shopping o Palmares, te vas a encontrar con remeras común y corriente desde 100 pesos para arriba. Algunas marcas reconocidas se pasan de chantas y cobran hasta 200 pesos por esas remeras cortas que te la tenés que sacar cuando el termómetro supera los 30 grados porque te caen todos los chivos de Malargüe a la zona escondida del brazo.

Como deportista irregular reconozco que en Mendoza no encontré negocios dónde comprar a precio normal (es decir, hasta 50 ó 60 pesos) un pantaloncito corto para el gimnasio o una remera para ese fin, también.

Las dos remeras que tengo las compré por 50 pesos de acá hace dos años en La Serena, en una liquidación 2x1 de una tienda que competía con Falabella, es decir, ropa de buena calidad. En ese momento eso se conseguía en el centro de Mendoza desde 80 pesos para arriba cada remera.

Y el pantaloncito corto, que me sorprende aún por lo bien que funciona, lo compré a 20 pesos este verano en Mar del Plata, en la primera cuadra de la peatonal San Martín, en un outlet. Realmente tiene calidad. Veinte pesos, nomás, con cierre en los bolsillos.

Bueno, bonito y barato, pero el mejor, a 70 pesos en total. Es posible.

Dicen que en Francia, cuando las estaciones de servicio aumentan el precio de la gasolina, todos los coches se detienen y deciden no avanzar ni ir a las estaciones de servicio hasta que baje el precio. Y obviamente que bajan. En Estados Unidos hablar por celular sale barato, en parte, por todas las medidas de protesta encaradas por los usuarios.

En síntesis: si el usuario no quiere que salga caro, entonces no sale caro. 

En Mendoza, si una tienda del centro se acostumbró a vender caro es porque los turistas compran ese merchandising. ¿No será bueno, en este caso, que en vez de echar a los persas de la calle Patricias, España y Godoy Cruz se abra allí un shopping de outlets? 

Seguro que se llenaría de turistas…y de mendocinos.

Al fin y al cabo, todo sea por “El precio justo”, como se llamaba aquel programa de TV.

jueves, 11 de marzo de 2010

Guitarreros

"Mi sobrina nunca escuchó una tonada. Es de Buenos Aires. Cuando yo era chico, aquí en el barrio Bancario era pura viña. Y todos andábamos en carreta. Todos nos parábamos en la esquina cuando pasaba un automóvil. Era la gran cosa. En la época de los Beatles yo también tenía el pelo largo. Pero nunca olvidé mis raíces. Antes, desde las siete de la tarde hasta la noche en casa caía un guapo con una guitarra y ahí arrancaba la tonada, con mate y luego con asado. Éramos un montón. Sí, en Carola Lorenzeti y Beltrán era por donde vivía. Hoy no encontrás un pibe que sepa tocar la guitarra. Y en la radio pasan toda música en inglés...".

Allí tuve que interrumpirle:

"Amigo, eso era hace mucho. Ahora casi todas las radios pasan música en español. ¿Música? Bué, digamos que un poco de ruido con dos notas, en casi todos los casos (¿cumbia, nena?)".

Después, cuando regresé caminando a casa entendí lo que me quiso decir: el sonido de la música extranjera no difiere mucho del sonido de la música argentina, a simple oído. Desde Technotronic y Jazzy Mel (¿así se escribía? en adelante nos globalizamos todos.

A los 12 años -cuando fue la guerra de Malvinas- lo primero que distinguía de las canciones de la radio era si el tema que pasaban tenía guitarra eléctrica, guitarra acústica o guitarra criolla. De allí a si esa canción iba a ser aburrida o no escucharlo. Después, con el tiempo, se borraron esos prejuicios.

El hombre que me contó la historia también me habló de algo que jamás escuché: de paisanos de Nueva California, San Martín, que se han perdido y han muerto en el campo por largarse a caminar sin una brújula. Admitió que un día andaba tan desesperado que caminó 80 kilómetros y allí empecé a no creerle, pero...

Eran (y aún los deben haber) hombres que desafiaban a la naturaleza que los acompañaba. Y se metían al desierto. Y se hacían machos así. Horas y horas castigados por el sol y sin agua porque creían que a ese cerrito se llegaba en dos horas y no en ocho o nueve. Algo que suele pasarnos cuando vamos a subir un cerro en Potrerillos, que creyendo que por esa lomada llegamos más rápido, a la larga terminamos haciéndole carrera a la puesta del sol para que no nos gane la oscuridad. A mí me pasó un par de veces...estando solo y sin Coca Cola para cubrirme de una hipoglucemia.

Algún día ya no escucharemos largas historias de vida y tradición, como la que me contó aquel buen hombre mientras hacíamos la gimnasia que la kinesióloga nos había dejado para recuperarnos de la espalda en un consultorio de Godoy Cruz. Esas historias sólo quedarán en los libros. Y aún pocos más en Google Books.

Tuvimos historia y eso me enorgullece. Quizá, como dijo este señor de 60 años, antes un cumpadre del Gran Mendoza vivía frente a una viña y tocaba la guitarra para compartir horas con los amigos. Y nuestras madres (o abuelas), por lo general aprendían piano (así fue el caso de mi vieja en San Rafael y de mi suegra en Montecomán).  Quizá por el guión de la vida se escribía con romanticismo.

Cuando Ricardo Mur nos recuerda al cierre del noticiero que comparte con Laura que seamos felices, el mismo Sui Generis inconsciente que todos reproducimos cada 21 de setiembre en el Parque o en algún camping nos musicaliza en la cabeza ese "hubo un tiempo que fui hermoso y fui libre de verdad", y lo primero que se me viene es la ganas de agarrar la viola y listo, lo que salga de adentro, una canción propia o una versión de algo que ya está, qué se yo.

Como dijo el flaco Spinetta, "toda la vida tiene música", gracias a Dios mucho antes de que un desafinado  pronunciara "¿cumbia nena?