martes, 11 de enero de 2011

La magia de no tener un mango

Tres matrimonios sentados en una mesa del patio de comidas del Mendoza Plaza Shopping. Se me ocurrió decir que la noche en que conocí a mi esposa tenía puesto un jeans comprado hacía diez años en un local de vestidos usados en Munro, provincia de Buenos Aires. Un compañero moishe, que se sabía de memoria el mapa de las ofertas del conurbano bonaerense, me llevó hasta allí. También dije que esa noche llevaba puesta mi remera más nueva, comprada tres años atrás. Y que en ese entonces, las zapatillas me duraban 15 años, es decir, hasta que estuvieran bien hechas pelotas.

La segunda parte de mi discurso fue más breve: “ella me cambió”, “ella me hizo ver que podía estar mejor vestido”. Igual, traduzcámoslo al lenguaje de los Banelcos, ahora mi zapatilla más vieja –la única que tengo- apenas cumplió los dos años de vida; el jeans nuevito que uso el sábado a la noche me lo compré el verano último en Mar del Plata y la mayoría de mis remeras tienen entre 2 y 5 años, cuando durante mi infancia y adolescencia directamente no usé remeras nuevas, ya que al ser el menor de cinco hermanos mi ropa ya venía usada por dos personas más de mi misma sangre.

Listo. No tenía nada más que decir. Ahora, a escuchar. En realidad, a ver cómo las dos esposas restantes observaban con dejo de cariño a sus respectivos maridos, Alberto y Sergio. Luego el primero confesó una historia muy parecida a la mía. “Las mujeres le damos a nuestros maridos todo su potencial de belleza. Antes de conocernos ellos eran unos Aníbales (referido al personaje de Calabró), pero ahora son unos modelos”, concluyó Isabel, apuntando su mirada a ya sabemos quién (de esos dos).

Sergio decidió no cerrar su historia, aunque siempre fue el más sencillo de los tres. Ahora yo me pregunto si tan mal me veía en todos los años de mi vida anteriores a conocer a mi mujer. Y para ser sincero, quizá sí, pero apenas un poquito. Lo que cambió –y traté de expresarlo lo menos ofensivo posible- es que ustedes (ellas) transportan nuestros cuerpos al de los modelos fotográficos de las revistitas de Avon o Martina Di Trento. Digo, ¿qué tal un tipo común y corriente, que sólo se viste para vestir y no para otra cosa más?

Estoy seguro de que nuestros abuelos usaron casi toda su vida la misma ropa, lavada 18 mil veces, pero la misma ropa. ¿Por qué comprar, comprar y comprar? ¿Por qué mirarse al espejo y soñar con ser más lindo de lo que uno es? ¿Por qué no mirar en el espejo a un ser humano íntegro, más que a un cuerpo elegantemente vestido?

Esta cultura actual, con muchos ingredientes izquierdistas y derechistas liberales, nos lleva incluso a que en ese patio de comidas (del Shopping) esté prohibido que te den una copa de vino de damajuana, como es en el campo. Según ellos, porque todo lo que se sirve tiene que ser descorchado. Según yo, porque una copa de vino de damajuana tiene un costo inferior al de dos pesos, por lo que chocaría gravemente con esta tendencia que hay en Mendoza de que los negocios te cobren lo más caro posible hasta las tortillas de la comida mexicana (antes te lo regalaban, ahora te sale dos pesos). Mi hermana yanqui, de visita en Mendoza, me dice que un Big Mac en Estados Unidos sale tres dólares y medio. Aquí, casi cinco dólares.

Tenemos más ropa en la pieza y a la vez, tenemos menos ahorro, porque tener mucho te impide ahorrar. Pobres por dentro, lindos por fuera. También ocurre que cuando somos lindos por fuera nos resulta más fácil ocultar nuestra miseria de adentro. Así pareciera que quisiéramos ser ahora.