martes, 9 de septiembre de 2008

Doña's Spirina

Aún quedan en Mendoza seres únicos, que se resisten a los microondas, a los TV con pantalla plana y ... aunque parezca mentira, ¡a los antidepresivos! 

La vamos a llamar como titula este post. Es una señora que vive en uno de esos tantos barrios mendocinos que empiezan con siglas indescifrables, como UTMA, COVIMET y así, otras nominaciones cuasitécnicas de sudoku, ideal para que George Lucas los tome con una caña de pescar para así nombrar a eventuales flamantes personajes de Stars Wars, si es que el cineasta quisiera transformar su exitosa zaga en un culebrón de suspenso interminable, como lo fue el Montecristo de los mafiosos Lombardo de Lombardía. Podemos esta rama que ya nos fuimos muy lejos. En todo caso en otro post nos dedicaremos a descifrar los nombres sudoku de los barrios mendocinos.

En los últimos 30 años no tomó ni un resfrianex, paracetamol, novalgina, benadryl o paratropina. Ni mucho menos un antibiótico. Tampoco tuvo que pasar por un hospital para que le sacaran sangre o le quitaran una várice. Nada de nada. Ni siquiera una radiografía ni mucho menos, un odontólogo.

"Yo tomo una aspirina y enseguida se me pasa", suele decir cada vez que ve a sus hijos con el doble de abrigo cada vez que cambia el clima. Y ni le vayan a decir que con la vacuna para la gripe no te enfermás. "Siempre que me pasa algo tomo una aspirina y listo", repite con una sorprendente lejanía de dependencia  a drogas medicinales, así sea para quitarle algún momento de mal ánimo o falta de sueño.

¿Y qué pasó en el año 31? Le vino una gripe. Sus hijos tuvieron que perderle el respeto natural que desde hace mucho ya no existe entre un hijo con su madre para exigirle que se callara la boca, mientras llamaban a la emergencia de la obra social -que nunca necesitó en los casi 31 años anteriores.

Llegó el médico. Doña's Spirina sufrió el duro cocacho de caer en la realidad. El último bastión de la independencia de los remedios, mediante sus agónicas palabras "yo siempre me curé con la aspirina" fue cediendo ante un médico joven que con buen humor no aflojaba en ordenarle a la mujer que abriera la boca para ver su garganta colorada. No supe cómo hizo pero igual logró hablar mientras su boca estaba más abierta que una sombrilla extendida. 

Al final todo terminó en una receta en manos de uno de sus hijos. Cuando el médico se retiró, lo único que recordé fue la serie de respuestas sorpresivas (para el médico, no ya para nosotros): ¿cuándo fue la última vez que fue al médico? "No sé, cuando tuve a mi hijo", ¿usted es alérgica a algún medicamento?, "yo creo que sí porque lo único que me hace bien es la aspirina" (¡¡mentirosaa!!), ¿quién es su médico de cabecera?, "no sé, creo que mi hijo sabe más de eso"; bueno, veo que tiene una faringitis grave, tendrá que estar en reposo tres días y deberá tomar cada doce horas este antibiótico, ¿cuál es su número de OSEP?, "numero ¡quééé!".

Hizo cama y tomó el antibiótico. Pero no cada 12 horas sino cuando se le daba la gana. Después llegó a decir "bueno, podría comprar más de ésto (el antibiótico) por si me pasa de nuevo" (claro, tal cual, ya que estamos, incluyamos un dannette blanco y lo que entre en el carrito, tal cual, es lo mismo).

Pasó el tiempo y volvió a ser la mujer de la aspirina y del nunca entender cómo funciona un microondas y un radiograbador digital.



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