jueves, 17 de diciembre de 2009

Crónica de un sobreviviente de la Navidad

Diciembre es el día viernes de la semana en el año. El mes más lindo, para mi. La conciencia infantil te dice lo siguiente: fin de las clases + Navidad + el arbolito y los regalos + Fin de Año en San Rafael + los reyes + Enero + mi cumpleaños + Febrero + la Vendimia, o sea, casi tres meses al cuete y con regalos para repartir. Por suerte falta mucho para el lunes (marzo). 30 años después sigo sintiendo a diciembre como el día viernes del año, pese a que en lo laboral se podría decir que hoy es lunes o marzo. Pero esta sensación de viernes a la noche sigue firme junto al pueblo, pese a que en los últimos años la sensación fresca, divina y amable de la Navidad se convirtió en una sensación fría, distante y miedosa de talibán, todo porque como dijo Mateos en Un Gato en la ciudad (es la última vez que lo voy a citar), “la noche está más peligrosa que ayer”.

Rewind. “1984” dice el láser visor de la máquina del tiempo. Rewind again. Pause. “1979”. Listo. Stop. Eject.

A esta altura del año me había olvidado del Argentina – de Maradona y Ramón Díaz- campeón juvenil en Tokio. Frente a mi casa, un buzón del Correo Argentino, amarillo taxi. A mediados de diciembre llegaban los petardos al kiosco del “olor a gato” (así le decíamos en el barrio). Tenía prohibido los rompeportones. No sé si los vendían en esos años. El olor a gato no lo tenía. Metí una batería (así se llama) adentro del buzón. Fue la primera maldad de mi vida. “¡Ra-ta-ta-ta-ta-ta-ta.-ta-ta!!”, se escuchó con todo el repiqueteo metálico, estruendoso como gastritis de dinosaurio tras comer dulce de leche diet. Me fui corriendo a casa. ¡El cana me vio! Tenía 9 años y no sabía en ese entonces que los menores eran inimputables. En realidad nunca lo supe hasta que empecé a hacer notas policiales para el diario. Mi hermano vio el espectáculo, se cruzó al buzón e intentó sacar una carta: rescató sólo una cartulina violeta, grasa, con un simple Feliz Navidad. Como en esa época tenía la conciencia en el máximo nivel posible de inocencia, la cosa me dolió.

Así que decidí ser más práctico: prendí el televisor y vi un capítulo de Tom y Jerry. Quería sacarme una duda: si es verdad que cuando explota una bomba adentro de la panza de un animal después sale humo por la boca, como salía en ese dibujito y también en El Correcaminos. En la vereda del vecino había un gato recién atropellado. Eso era muy normal en la Paso de los Andes. Me pareció toda una aventura. ¿Cómo miércole meter un petardo adentro de la boca de un gato muerto? Fui al olor a gato y con las monedas de sobra de las compras de mi vieja del almacén Condorito –que ahora se mudó a la Arístides-, en lugar de diez gomitas me traje un petardo grande. Con un palito abrí la boca del gato y lo metí adentro. Hice una mecha larga y listo, prendí el petardo: no resultó ser como Tom y Jerry. Para ese gato, ese explosivo fue un gasesito más. Por suerte tuve una última oportunidad para comprobar el poder talibán de los petardos: el experimento de “El día después”.

En esos años Argentina estuvo cerca de una guerra con Chile. Para ser niño, una guerra era cosa de películas, de ciencia ficción, y lo más cercano que podía experimentar de la ciencia ficción lo tenía en mi casa: las maquetas de arquitectura de mi hermana Titi. Había como siete. Le pedí uno, el más feo de todos. Y fue el indicado: una suerte de complejito barrial, con unas diez casitas de cartón. Si no me equivoco le dediqué una tarde para armar una cadena de petardos que explotara en cada una de las casitas, a la vez, como salían en las películas. Até las mechas de los petardos con piolitas y finalmente pude ver el efecto explosivo de los mismos: las casitas se fueron cayendo como dominó, una por una. Y mi hermana, cuando vio que ese trabajo práctico -que en su momento le llevó un mes hacerlo- se había desmoronado en 7 segundos me quiso estrangular con el rayador de zanahoria, muy usado en esos días para la ensaladas frías de la mesa de Nochebuena.

Cualquiera diría: “con un pibe así, qué futuro talibán nos espera en el país”. Los decepcioné. Nunca más hice destrozos con petardos. Tampoco le dediqué mucho a eso después. Pero cuando recuerdo lo que ahora escribí, algo agradable se sobrepone: mi familia con todos mis hermanos, el viernes eterno de diciembre, las luces del arbolito de Navidad, ese misterioso regalo que sólo sabrás qué es en la medianoche del 24, y esas dos cosas que se podrían consumir todo el año pero por una cuestión de mañas y costumbres sólo están presentes en las fiestas de fin de año: el turrón y la sidra.

En “Una Navidad diferente”, John Grisham deja de la lado la investigación policial que caracteriza a este autor para escribir una parodia del consumismo estadounidense de las fiestas de fin de año: 6 mil dólares es lo que gasta cada familia de ese país para sus gastos navideños, cuando en realidad lo que se celebra es el nacimiento de un niño en un establo porque su madre no tenía un hotel, residencia u hospital donde alojarse. Un poco pareciera que Mendoza avanza hacia esa vereda consumista. Pero Navidad es Navidad, así como es, con el viernes eterno de diciembre.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

sencillo, auténtico, cotidiano, me encantó

Matias Dornheim dijo...

Hola Mario,

como siempre un comentario típico tuyo: sencillo y con mucho humor y sobre todo con un mensaje oculto.

Saludos desde Baviera, Alemania,

Matias