martes, 28 de julio de 2009

Puerto Rico

Desde que nos robaron el Senda -hace ya un mes y un cacho más-volvimos a la mística adolescente de escribir el Google Maps con nuestros pies. Uno de los tantos viajes fue para comprar una canilla para la cocina. Aconsejados por todos, lo más bueno y más barato terminó estando en los negocios de la Cuarta Sección y no en el Jumbo, donde cualquier humano habría decidido su compra allí. Y tras patear unas 20 cuadras, accidentalmente celebramos esta compra en un café situado en el inicio de la Alameda, que siempre lo recordaré por dos cosas: la gente común y corriente del lugar –y no por aquellos que el bolsillo les da para ir sólo una vez a la semana - y por supuesto, lo que hace que los comunes y corrientes estén en ese café, llamado Puerto Rico: los precios. Se te viene una “sensación” explicada con palabras: la justicia de poder estar en un lugar donde pueden ir todos y pagar lo que corresponde por un café, submarino, gaseosa, capuchino o lo que sea.

El domingo, en la casa de mi hermana, en un esfuerzo de reincorporarle a un pariente los buenos recuerdos que el Alzheimer le arrancó, le mostramos fotos viejas de la familia. Y apareció una imagen de la fiesta de casamiento de ella. Yo, con 14 años, no vestía un traje, sino más bien una versión mejorada del blazer del Martín Zapata y su pedorro pantalón gris con tela picante para pieles sensibles. Ese saco y su respectiva camisa-corbata aún las conservo, me hizo recordar Graciela. ¿A qué viene esta descripción? A que pareciera que salvo el grasa que ahora escribe, el resto vestía elegante "a precio de costo", sin necesidad de estrenar trajes del Sportman o vestidos de El Guippur o Arteta (esa foto es del año de “Piano Bar” y “Tengo que parar”, 1984). Puede que si hoy una chica va a un casamiento con los raros peinados que aparecen en “Grease” o “Fiebre de un sábado a la noche” le quedaría bien un vestido sencillamente lindo y no necesariamente recién comprado en el local del shopping más parecido a la tienda Carolina Herrera que exista. En la foto de la comida de ese casamiento –que fue en un chalet de Chacras- tampoco aparece el vino malbec o cabernet de 40 pesos para arriba. Como buenos sanrafaelinos fue un Bianchi o Suter que hoy en el supermercado lo podrías comprar con un billete de 20 pesos, con vuelto incluido. Ojo, no es chivo, sólo que se me viene a la cabeza algo socialoide: lo que es de “familia” no necesita mostrarse como “nuevo rico”. Y más adelante les cuento por qué.

¿A qué viene estos dos megapárrafos chorizos?
A que pareciera que los mendocinos nos hemos acostumbrados a pagar de más para pasarla mínimamente bien. Es decir, que finalmente triunfó la idea de que es lo mismo pagar 7 pesos por una botellita Sprite de medio litro en el Aeropuerto que 2,5 pesos en un drugstore del Centro, o 2 pesos en un kiosquito del Gran Mendoza. Que si vas a un lugar lindo de la Arístides sabés que con 20 pesos no hacés nada, cuando en los tiempos de “Tengo que parar” y “Piano bar”, con tal de ahorrar unos mangos, preferíamos caminar 30 cuadras a que tomar un taxi, algo que hoy tenés que hacerlo, ya sea por la inseguridad o simplemente, “para no perder tiempo”.

Una señal de este presente consumista está en la ropa: antes, todos usábamos Topper o Flecha de tela. En cambio ahora, desde Niké fosforescentes hasta zapatos de nobuc (notebook, diría, porque en cualquier momento llegan con GPS). En mi adolescencia, el más millonario del barrio tenía una consola Atari junto a un televisor blanco y negro chiquito, más feo que el del cuarto de la empleada. Ahora todos tienen la PC de 160 gigas con el menú completo de videojuegos y monitor copado.

Es guita todo esto. Y una forma de ver la vida, también. Y ahora te cuento por qué lo del vino “de buena familia”.

Mi suegra, una especie de 74 años, es un ejemplo del mendocino que aún cree que comprar en el supermercado es más barato que en el almacén. Le das un malbec caroli y lo que hace es mezclarlo con agua y gaseosa. Le decís mil veces que un vino es una elaboración artesanal, que si le ponés más agua que otra cosa lo echás a perder. Ella te responde que desde su infancia en Montecomán en su familia almorzaban y cenaban con medio vaso con vino y el otro medio con agua. Y siempre hace lo mismo. Un día sentí impotencia cuando le convidé un cabernet “caro” y lo echó a perder con agua y Talca. Fue para pegarle. Y cuando le preguntás si nota que ese vino de 40 ó 50 pesos es mejor que ese cartoncito de tetrabrick que consume por semana, su respuesta no es “no es tan fuerte como el que tomamos la semana pasada”. No le hablés de oler la copa y detectar los miles de sabores del vino porque eso no lo va a entender jamás. Una noche, en un restaurante fino, se enojó porque el mozo le sirvió vino en una hermosa copa: ella misma agarró esa copa y volcó el chupi en un vaso. Al fin y al cabo así es en las casas que mantienen la tradición del almuerzo en familia (todos juntos, por el mismo canal).

Hace poco entendí su capricho de no adaptarse los nuevos tiempos de consumismo y calidad, por llamarlo así, del vino. Fue cuando llevé a casa un Suter Roble de 10 pesos. Lo abrí, probé un vaso y noté el mismo sabor del vino más rico y caro que haya probado en toda mi vida. La gran pregunta, entonces: ¿por qué, si es tan bueno, sale 10 pesos y no 40, 50 ó 400 pesos, como hay en los restaurantes? Un enólogo me dará mil razones. Yo le responderé que jamás la diferencia entre una Coca Cola, una Talca o un jugo “Mónica” sabor cola es de 400 pesos. Si me escucha decirle eso seguramente concluirá la charla afirmando “hermano, con toda sinceridad, vos no sos el mercado”.

Y ahí va el tema: cada vez somos más “mercado” y cada vez nos sentimos socialmente gratificados cuando pagamos de más para ser alguien y de paso, tener más.

Graciela, cuando en su trabajo en una escuela rural de El Sauce, visita hogares humildes y precarios de chicos que, por alguna razón, empiezan a faltar o directamente dejan el colegio, encuentra que muchos –para no decir gran parte de ellos, calzan la última Nike fosforescentes y andan con un celular de 400 ó 500 pesos, para meterle cumbia hasta en la letrina del baño.

Por más que no sepamos si ese chico mañana come, hace 20 años probablemente mi viejo hubiera dicho que ese pibe era de clase media-alta.

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