miércoles, 22 de julio de 2009

Comida chef al descampado en el Challao

Algunos se hicieron artesanos en la infancia porque pasaron más horas ayudando en el restaurante de su familia que haciendo carreras de barquitos de madera en las acequias de la Sexta Sección. Otros descubrieron ese talento cuando entraron a la cocina y vieron que allí podían madurar mejor las decisiones que en la oficina repleta de clientes con reclamos. Otros, porque se dieron cuenta de que si renunciaban a la creatividad en la cocina, sus maridos terminarían acumulando kilos para romper todos los trampolines de todas las piletas. Lo concreto es que cocinar termina siendo un acto de amor y una obra de arte, en el que uno se pregunta "¿cómo puede ser que vos, un transpirador de camisas que siempre desentonan con medias color camiseta de Banfield y mocasines negros hayas cocinado esta pinturita?"

Hace dos semanas fue un locro en el barrio Fusch. Allí nos juntamos un grupo de matrimonios jóvenes. Martín lo venía preparando desde hacía cuatro días. ¿Cómo vas a preparar un locro con tanto tiempo? El maíz, los granos y ese caldo cremoso que no es caldo ni cremoso pero cómo te cambia la cara y cómo te silencia la boca del estómago.

Anoche, una merluza con verduritas, también con ese caldo cremoso que no lo es pero parece autoreciclarse en mil formas. Mi mujer estuvo un buen rato con el recetario abierto, mientras yo actualizaba la encuesta del diario desde casa, ahora que con esto de la gripe chancha tengo que hacer teletrabajo.

Lo único chef que sé hacer es el omelette. Me lo enseñó mi cuñado Pepe, un científico doctorado en la Universidad de Illinois, que trabaja allí. Mi hermana, con un reciente master de esa universidad en viviendas sociales, se especializa en las tortas de chocolate. Sus amigos de la comunidad latina, con varios "gracias totales" en su haber. Como en Yanquilandia salen temprano del trabajo y cenan temprano, ellos cenan más tarde y le ponen más fichas a la cocina. Y no te creas que cocinar mucho significa morfar mucho. Todo lo contrario. El que sabe de cocina también sabe la cantidad justa de hidratos de carbono que tenés que comer. Es el caso de mi mujer, que por mi diabetes -al igual que muchos familiares de diabéticos- aprendieron a cocinar y a las revistas Glamour y Telva le sumaron las de Cormillot y Favaloro, que son capaces de hacer una exquisitez mezclando una palta con un kiwi.

Lejos quedaron aquellos tiempos en que la comida sólo era la pizza y las empanadas de la rotisería de la esquina, y los lomos de Don Claudio, Mr Dog o El Gran Lomo. Igual, cuando veo a los muchachos del barrio otra vez vuelvo a pedir un lomo grande y caigo en la cuenta de que mi estómago ha cerrado definitivamente algunas compuertas, por más que el spinning no pueda evitar ocultar mi pequeña barriguita pipona. Un lomo mediano, sí, pero nunca más como me pasó en San Rafael una vez, a los 12 años, cuando nos juntamos todos los parientes de allí y me bajé sin que nadie se diera cuenta una docena de empanadas de Ouviña.

El último gran banquete fue el domingo pasado. Nos instalamos en una casita junto al cerro Arco, en el Challao. No sabía que esa zona se está conviertiendo en un mini-Potrerillos. Hacía dos semanas que Gabriela y Martín (no el del locro) venían anunciando el pollo al disco. Allí estrenaron su superolla. Como es ahora, si hay sol está lindo y si hay nubes y sombras, te congelás. Hubo nubes y sombras y nos congelamos. Éramos como 10 ñatos y un ñatito, hijo de una pareja. El telescopio de Matías, para localizar cómo un parapente hacía una suerte de tumba carnera en el aire sin que se estrellase como el famoso Correcaminos. No es que quisiera colgar un último momento policial, pero tal como iba ese parapente todos los cálculos concluían en un final trágico en la pelopincho del terreno de al lado.

Pasaron tres horas volando. Pollo, tomates cortados en cuadraditos, champignon, tres litros de vino blanco y tres tarritos de crema de leche en la olla calentada por las leñas. A las 15.00, Martín y Gabriela anunciaron que el pollo al disco (en la foto) estaba listo para servir. Agarré el tinto Bianchi, que servido en la montaña no distingue si es malbec fino o malbec grasa. El vino en la montaña es el mismo vino que fue siempre. El vino de 400 pesos es sólo para restaurantes. Al pie del cerro Arco, el vino es la tierra, el viento y el sabor de la uva que se abraza por completo a toda la garganta y estómago. Pero bueno, un vaso para empezar y otro para terminar. Y otro para dormir la siesta.

Un mes atrás, con Graciela habíamos comido pollo al disco como plato cheff en un pequeño restaurante situado frente a la plaza Italia. Muy rico, por supuesto. Pero lo que hicieron Martín y Gabriela me llevó automáticamente a la pregunta hecha durante el locro con los matrimonios jóvenes: ¿cómo puede ser que sea tan rico? La verdurita salteada con vino blanco, espectacular.

A la tarde, los muchachos se hicieron tres partidos interminables de truco al frío. Con las chicas fuimos a caminar. Después, me mandé solo a una montañita. Con eso bajé el estómago. Las chicas nos sacaban el cuero: "se casan y abandonan la gimnasia. Se ponen a jugar a las cartas con fernte y Coca. Y después nos echan la culpa de que engorden. Son unos viejos"

Pasa siempre acá: si vas a un asado, siempre hay uno que cocina espectacular. ¿Quién le enseñó? No sé. Si se juntan las chicas a tomar el té, siempre hay una que hace el mejor chocolate cabshca (¿así se escribe?). Es la doble vida el oficinista con cara de peluquero o de la diosa que prefiere tener perfil bajo a la hora de reconocer su gran lemon pie.

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