jueves, 18 de junio de 2009

El grasa culto

Son las 2.12 am de este jueves. Tengo pantalón de pijama corto color bordó. Una remera corta -que hoy saldría 30 pesos si aún existiera el local “Chemeas”- que mis viejos me trajeron de EE. UU. hace 20 años, con una transcripción “Miami Beach” totalmente borrada. Arriba, una campera polar, azul, marca Martina Di Trento, abrigo de buen gusto que a la fuerza me lo regaló mi mujer. Y que lo uso para ir al laburo. Abajo, una alpargata negra que hace cinco años traje de las Termas de Río Hondo. Me queda grande porque aún nunca las lavé. Si lo hiciera correría la misma suerte que las remeras XL cuando la sacás del lavarropas: quedan L tirando a M ... y que se lo ponga tu mujer para la clase de pilates (what!) o tu sobrino menor, que aún tiene que esperar unos 10 años para que sea igual de grandote que su tío XL.

¿Qué cornos hago despierto a las 2.20 am (8 minutos para escribir el párrafo anterior)?

Estaba leyendo el libro -se los recomiendo- “El lenguaje del amor, el sexo en la pareja” de Raimondo Scotto (Editorial Ciudad Nueva) y un párrafo de la página 58 me dejó la pelota picando:

“Un aspecto muy interesante lo constituyen las maneras distintas que hombres y mujeres tienen de situarse ante el lugar donde se habita”.

“Para muchas mujeres enamoradas, el arreglo de la casa es un acto de amor, a través del cual expresan su visión de la vida y su ideal de familia. Cada objeto (cortinas, muebles, color de las paredes, etc) es sentido como una parte de sí misma, una especie de prolongación del propio cuerpo. Por eso es más común que sea la mujer la que se ocupe de la casa y no le guste que entren personas extrañas si no se encuentra perfectamente en orden.”

“Muchas veces el varón no comprende todo el trabajo que la mujer realiza para que la casa esté armoniosa y acogedora. Vuelve a casa distraída, deja por el camino sus cosas, no advierte siquiera la limpieza que se ha hecho. La mujer puede sentir ésto como desinterés por su persona, subestimación de su trabajo y puede quedar dolida y ofendida”.

“A pesar de este vínculo particular entre la mujer y la casa, para ella es siempre un lugar de trabajo, a menudo de un segundo trabajo, mientras que para el varón es una especie de refugio, donde ponerse a salvo de la lucha de la vida. Entonces, cuando quieran un momento de distensión, es probable que el varón tienda a quedarse en casa, mientras que la mujer prefiera alejarse de su ambiente de trabajo”.

Mujer feliz, grasa feliz

Uno de mis mejores amigos tiene un cargo importante en la Justicia. Además enseña Derecho en dos universidades. Es raro que salga un insulto de su boca. Tiene un sentido común bárbaro. Es un gran consejero. Nada de jeans última generación y remeras hacia afuera: es el típico mendocino de pantalón formal y legitimado con camisa cuadriculada, y peinado rústico-elegante onda J.F. Kennedy. Formal hasta las patas. Educado y noble como ninguno. Es de los tipos honestos que tiene la justicia, gracias a Dios. Todo eso, puertas afuera.

Puertas adentro (de su casa) puede decirse que fue el último amigo del barrio en comprarse una computadora: la vieja Olivetti aún permanece como potencial herramienta de trabajo. En algún lugar de su casa tengo constancia que aún mantiene pegados sus eternos afiches de la revista Cantarrock: Paul Mc Cartney, Ringo Starr, Poisson, Belinda Carsley, Bon Jovi, Michael Jakson, The Jackson Five y News Kids On The Blocks (si lo escribí mal no me importa porque a quién le interesa esa banda -para no decir de delincuentes- que sólo pegó en algún festival de Viña del Mar). Aún en invierno anda con ese viejo y militar pantaloncito blanco cuasirayado de gimnasia, semejante al que usaba Aníbal El Pelotazo en Contra, y una remera de pijama que le gana en antigüedad al de mi y cuándo no, esas viejas y desaparecidas camisetas musculosas blancas, que venían de a ocho en los paquetes de plásticos transparentes en los persas, en tiempos de los famosos billetes “marrones” de mil pesos. Un par de ojotas color Falcon Celeste Oscuro de la década del '80. Sí, ahora está casado y tiene unos cuantos hijos. Y vive en el Dalvian.
Es verdad que existen grasas autoritarios que no dejan a sus mujeres hacer de la casa o departamento una pinturita. Pero hay otros que se rigen con el siguiente pacto: hacé lo que vos quieras con la casa, pero vos respetá la comodidad de mi cuerpo en casa. Otros, como es mi caso, no hacen ningún pacto: la mujer se acostumbra a que vos seas un modelo exclusivo de Aníbal Number Güan adentro de casa y te acepta como sos.

Lo gracioso es lo que ella puede pensar cuando te ve, bien pintado de grasa, leyendo durante horas como un ilustrado de Harvard. O cuando te interrumpe la lectura que cultiva el intelecto para decirte: “mi amor, esta remera creo que ya no te queda bien”. Yo una vez le contesté: “Tenés razón: llevalo a Cáritas”. Y ella remató: “No, prefiero usarlo como trapo” (2.57 hs, hora de tomar el vaso de leche tibia para rematar el sueño).

2 comentarios:

Anónimo dijo...

En casa todos somos un poco grasa

Anónimo dijo...

Yo también soy grasa en casa