miércoles, 23 de enero de 2008

Por fin un día frío


Por primera vez en este verano desayuné chocolate caliente. Durante toda la noche le esquivé a la frazada. A lo largo de este verano dejé decenas de litros de transpiración en mis sábanas, que me pareció injusto el tener que taparme porque al fin el frío se animó a decir “los extraño: no se olviden de mí. Para el próximo invierno les prometo ocho nevadas más” (igual no me arrepiento de haberle dicho en su momento “estoy harto del frío polar”).

En realidad, lo más lindo fue revivir una etapa de mi infancia que solía ocurrir durante esta época del año.

Con papá, mamá y mis cuatro hermanos pasábamos una quincena de enero en un hotel serrano de La Falda, Córdoba. Ese hotel tenía un sector de alojamiento más o menos de tres estrellas, tirando a cuatro (allí paraban mis viejos y los tres hermanos mayores) y otro sector, más grasa y alejado hacia la pileta (llamado pabellón parque), el destino obligado de yo y el que me sigue para arriba de mis hermanos, como así también del resto de los pibes de hasta al menos 12 años, que venían a vacacionar con sus familias. No sé si llegaba a la categoría estrella o alojamiento, pero allí nos tocaba pagar el derecho de piso. Se llamaba pabellón parque, pero de parque no tenía nada: era una selva cordobesa, que se llegaba tras recorrer un camino en descenso, cuyo destino final era la pileta de ese hotel serrano.

Allí podíamos hacer líos sin que nuestros viejos se enteraran. Recuerdo la cantidad de sapos inocentes que daban vueltas por allí. Mi hermano solía ser una suerte de gato de Verdaguer cuando agarraba un sapo y lo colaba por la persiana de la habitación de alguna princesita de 12 años, que se negaba a mirarnos a los ojos. Éramos niños romanticones en aquella vacaciones, donde en el bowling se arriba cada noche pasaban como once veces el tema “Cosita loca llamada amor”, del flamante disco The Game, de Queen, y “Last train to London”, de una banda de pelados y gordos que vi en 1995, en el teatro Gran Rex de Buenos Aires, llamado Electric Light Orchestra (mi hermano que me sigue para arriba me mata si llega a leer esto).

Lo que más me quedó de aquellas vacaciones fue algo que en su momento no lo aprecié simplemente porque tenía 12 años: el fresco floral y el aire húmedo de selva. La naturaleza parecía recién sacadita del horno: el rocío del amanecer permanecía hasta las 12, cuando mi vieja nos sacaba de la cama para ir a la pileta; el verde furioso de las plantas amenazaba furiosamente con tatuarse en mi remera; el aire no era simplemente aire, sino un condimento de fragancia misteriosa fresca, 100% materia prima de la naturaleza virgen, esa naturaleza que no desea ser explotada con perforaciones petroleras, sino con perforaciones de misterios amorosos, como si desde debajo de esa tierra húmeda se destapara un romance silvestre, que viviremos años después, porque no es otra cosa más que el más profundo deseo de nuestras almas.

No sé si hoy el pabellón parque de ese hotel serrano de Córdoba sigue existiendo con ese fresco de tierra oscura y virgen. El cambio climático ya lo debe haber arruinado un poco. Pero seguramente aún sigue vivito y coleando ese corazón transparente, fabricante de ilusiones románticas de la infancia, bajo esa tierra por siempre húmeda (no por riego, sino por sí misma). Yo creo que es así porque anoche se acordó de mi y me regaló este miércoles con un aire divinamente polar.

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