martes, 18 de agosto de 2009

Videojuego vs fulbito

Los que andamos buscando familia solemos ser una suerte de Gran DT a la hora de debatir cómo vamos a educar a esos hijos que cada noche buscamos con la fuerza del placer y el amor, o sea. Y allí van dos caminos: las generalizaciones y lo que mis viejos me marcaron. El primero consiste en lanzarse grandes anuncios/promesas, como por ejemplo “a mi hijo lo voy a educar para que no deje de comer lo que no le gusta” o “hasta que el papá o el mamá no se levante de la mesa, ellos tampoco lo harán”. En cambio el segundo no es otra cosa más que una prolongación del “de tal palo, tal astilla”. Un ejemplo de ello, en mi caso, es el utilizar servilletas de tela para almorzar y cenar, algo que mi mujer no hace porque prefiere la servilleta de papel, del modo que como dos buenos bichos democráticos nos acostumbramos a utilizar servilletas de papel de un lado de la mesa y de tela, del otro. Otro ejemplo del modo “de tal palo tal astilla” está en no ser un comprador compulsivo o consumista, porque en mi época nadie se sentía mal por ausencia de drugstore, celular, Atari, Coca Zero o zapatillas Nike. Y allí es donde quería llegar: a los videojuegos.

Aún no yo ni ella tenemos idea de lo que es educar a una criatura, pero ya lo imaginamos más cerca de las carreras de barquitos de madera en la acequias que del Wii más “guau!”. Mala onda, pareciera, porque recuerdo que el único contacto que tuve con los videojuegos en mi infancia fue durante las vacaciones en Reñaca. No sé por qué pero allá siempre hubo videojuegos o jueguitos electrónicos, en cambio acá tardó una bocha de años en llegar. Recuerdo uno en el que jostick era una bola negra que manejaba un equipo de basquet, que cada vez que te mandaba a comprar otro cospel la máquinita te ladraba “jo, jo, jooo” tras el “game over”. Como ahora ya crecí bastante es que puedo sentirme agradecido de no haber pasado todas las tardes de mi infancia y adolescencia gastando electrodos en el Atari de mi pieza. Pero si me pongo en el lugar del “yo-cuando-era-pendejo” no creo que logre comprender ni justificar que alguien me marque un límite en esto.

Si no sos bueno jugando al fútbol o sos tan malo que la única salida laboral es jugar por descarte de arquero, entonces podés elegir otras opciones, como un deporte que te obligue a salir a correr, o por qué no, probar con aprender a tocar la guitarra o dibujar historietas (no sabés lo libre que te sentís cuando hacés tu propio cómix, aunque lo entendás sólo vos y la familiar que rescató al choco abandonado del Parque).

Muy bien: decidimos limitarle el uso de videojuegos. Ahora, ¿qué va a pasar cuando termine de hacer más temprano las tareítas para el cole? Estamos en la misma: el videojuego será una gran tentación. ¿Y qué pasa si le encuentra más gracia al fútbol virtual que al real, o al videojuego japonés que te enseña a tocar la guitarra que a la guitarra de madera que vos mismo tocás y saboreás con tus sentidos? Todo esto es lo que seguramente están lamentando los padres que alguna vez fueron grandes DT y también dispararon a cuatro voces que ellos educarían a sus hijos sin videojuegos.

Así que ya encontré la respuesta de fondo: ¿Qué le respondería a mi posible hijo/a el día que cumpla 18 y sueñe con una mujer?

Le diría que, aunque no sepa tocar, agarre un guitarra y le escriba una canción a esa mujer y que allí describa su vida. ¿Qué vida describiría si pasó toda su vida encerrado en su pieza con mil escenarios digitales? ¿Y qué describiría si pasó más tiempo compartiendo escenarios reales con los amigos del colegio, el grupo de la parroquia, los chicos del club y los parientes de San Rafael?

Si no le convence esa respuesta, metería segunda con la siguiente: ¿Vos iría al cine a ver una película que cuenta la vida de un joven que se pasó toda su niñez y adolescencia disfrutando de los videojuegos? Puede que a alguien le guste, pero todo el mundo seguramente preferiría ver una historia de vida como la de Slumdog Millonaire.

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