martes, 19 de mayo de 2009

La trabajadora

Dejó el coche en Roque Saenz Peña y Lemos, de Godoy Cruz. A las 19.50. Fue volando al servicio de Rayos X del Hospital Español. “¿Le cuido el coche?”. Ella asintió, como lo hace siempre. Cruzó San Martín. Aterrizó en el sanatorio. Navegó por el pasillo interminable que arranca en maternidad, sigue por el buffet, la capilla y logró bajar las velas a segundos de que el picaporte de Rayos X cerrara por hoy. 

La secretaria, o enfermera, o doctora le dio la gigantesca ecografía, a cambio de una autorización vencida que acababa de actualizar en la obra social. “Un trámite menos”, fue su breve catársis. Respiró hondo. Y le llovieron dos trámites aún sin resolver: llevar un mismo papel por tercera vez a la Junta Médica de la calle Godoy Cruz y llamar a un plomero. Esto último se convierte en un trámite cuando llamás a un plomero que no viene y luego llamás a otro que tampoco viene, y luego llamás a uno medio carote que te recomendaron y tampoco viene, y así hasta la última instancia de este videojuego. 

Bajó un cambio y regresó por el pasillo eterno a la velocidad de una brisa. La abuelita en sillas de ruedas. El aroma a capucchino del buffet, donde acompañó a su marido ese anochecer en el que él pasó la noche en el pasillo, a oscuras, acompañando a su madre convalesciente. Y llegando al tramo final, el joven estancado en un banco de madera de maternidad, tirando una moneda al aire para saber si se convirtió o no en flamante papá. Cuando lo vio intentó detener una lágrima que configuró una pantalla líquida que proyectó la mejor escena de sus deseos: ella, vestida de azul; su marido, con la belleza del amor en sus ojos, y entre los dos, un regalo de la vida que ambos habían construido con amor desde el día que decidieron ser novios y más tarde, matrimonio: la vida resumida en un pequeño corazón y un alma color espejo que refleja el estado del cielo y su paraíso eterno.

Un vientito frío a lo Bariloche la despeinó apenas cruzó la puerta plegadiza que da a la avenida San Martín. La farmacia de la esquina seguía abierta. La mujer sin abrigo y su niña de 8 años que parecía asustada por sentir frío por primera vez seguían esperando un colectivo que las llevaran a otra parada de colectivo, que las dejaran definitivamente en casa, si es que tenían casa, o bien, seguían esperando la última moneda para poder cenar lo mínimo para seguir sobreviviendo. En vez de una moneda fue y le dio cinco pesos. La joven madre se sintió leída por la joven que deseaba ser madre, aún con esa pantalla líquida fresca pero cristalizada por ese frío extrovertido. Por dos segundos ambas se sintieron iguales de felices. Por dos segundos ambas fueron las mujeres más felices. El amor hace felíz. Es algo único e inexplicable, que se siente cuando se comparte.

Dobló por Lemos. Tenía que ir ahora a la casa de su madre para llevarle la estufa y la comida que le había comprado anoche en el Wall Mart de Guaymallén. Esa ráfaga de amor real, producto de la caridad, había superado a ese amor impotente de los deseos aún no cumplidos, proyectados en esa pantalla líquida que retenía las lágrimas. Ahora esa lágrima podía desprenderse en paz, enjugar su rostro y caer en la vereda como una semilla fértil de amor en tiempos de “toque bocina si Jaque miente”.

Llegó al coche y en vez de una moneda, quiso darle dos pesos al cuidador del coche por esos diez minutos que estuvo afuera. El hombre no se acercó al auto a reclamar su moneda. Ella puso primera y se fue.

Llegó a la casa de su madre en paz, por ese segundo de amor que la había inflamado. Abrió el baúl. La estufa de 55 pesos del Wal Mart y la comida de su madre, que había cargado en el coche antes de ir al hospital, se lo habían choreado. 

Por nonagésima novena vez en la vida, un puñal en la espada puso a prueba en el valor de amar a los que tienen menos. 

Ella recordó que cuando invade la sombra de la amargura, siempre aparece la luz del mejor recuerdo vivido, de esa única vez en la vida en que uno se sintió plenamente felíz.  

El domingo siguiente, a las 21.20, a la salida de Jesuitas y con el frío tremendo de la semana última, vio al papá y a la mamá cuidando coches en San Martín y San Lorenzo, y a sus tres chicos, más desabrigado que cualquier otro,  jugando en la mugre de la vereda y la acequia con dos chocos con mucha calle. Ella fue y le dio 15 pesos para que al menos los tres pequeños cruzaran al Pancho Villa de enfrente para cenar algo caliente.

Cuando una trabajadora social ve a un pobre no se queda pensando en el pasado menemista, en el despilfarro del gobierno de ahora o en la explotación del imperialismo yanqui. Directamente se acercan al pobre, lo miran, le calientan la mano y le dan al menos una mínima respuesta. Así son porque esa es su vocación. No pueden vivir dominadas por las sombras. Porque ellas se encargan de escuchar y de brindar luz en los rincones más feos para iluminar. 

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