domingo, 17 de abril de 2011

Una luz en el prostibulo

15 de enero de 1988. ¿Qué hacemos? Ese día cumplía 18 años y con Charles Rubens, compañero del Martín Zapata, que tres años antes –cuando empezaba el día y lo terminaba sólo escuchando “Rocas Vivas, se mueven las sillas, te quiero ver bailar” me había enseñado una ingeniosa técnica de estudio para aprobar los tormentosos y complicadísimos exámenes de Contabilidad- nos lanzamos a la calle para hacer lo que legalmente ya se podía a partir de los 18: ir al cabaret. Si bien desde hacía dos años que ese colegio se había convertido en mixto, la amistad con las chicas del curso era demasiado formal y respetuosa como para pasarlas a buscar (en colectivo, porque de autos, ni ahí), llevarlas a bailar, pagar la entrada del boliche, el trago, el taxi que la llevara a su casa y de ahí la limousine o lo que me arrastrara lo más cerca posible de mi domicilio. Salía más barato comer un pancho en Aruca, frente al Normal. y arrimar al boliche bizarro de la galería Caracol, o lo que por ahí cerca estuviera perfumado por delicioso sexo opuesto. Así fue que caímos a un cabaret chanta de la calle Las Heras, llegando a Mitre. Tan chanta que no tenía nombre.

Entre que entramos y no entramos, más los cinco mangos que se esfumaron con los panchos, miramos para arriba y sin pensar abrimos la puerta y entramos: veinte pesos (para lo que era ese entonces, más o menos). Negociamos. 18,5. Listo, nos sentamos en un sillón con amplia vista al escenario. Las muchachas ojos de video tape porno vinieron por nuestros tragos para ellas. Dos moneditas que valían cero pesos. Nos fuimos así como entramos, sin terminar de escuchar la canción de 9 semanas y media, que en esa época ponían hasta en la Fiesta del Melón y la Sandía, en Costa de Araujo. Al cohete, si bien Charles Rubens me enseñó a sacarme 9 en Contabilidad, en esa noche los dos fuimos un 3,5. Es el único caso en que podés elevar la nota poniendo más dinero, por lo que suponemos que la conciencia de ambos estaba configurando un código fácil de interpretar pero difícil de aceptar. Tal cual era la primera vez que aterrizábamos en un cabarute y seguramente no volveríamos a pisar uno hasta el día en que nuestros bolsillos se emanciparan y comenzáramos a ganar como escribanos. ¡Qué gente de principios éramos? Sin dudas que si cerré esta exclamación con una interrogación fue porque teníamos muchos principios pero muy pocas veces finalizábamos. Fue por eso que decidimos juntar el doble de plata e ir el sábado siguiente a Tiffanys, el mejor cabarute céntrico -calle España, entre Rivadavia y Peatonal- que había en la Mendoza de los ochenta. 


Y llegó ese sábado a la noche (¡qué rápido pasó!). Nos vestimos mejor. Esta vez, con los bolsillos asegurados. Llegamos a la puerta de Tiffanys. Oscuridad hasta en el color del traje del engominado vigilante de la puerta. Faltaba el bulldog. No nos pidieron el DNI porque yo ya medía casi un metro noventa, aunque el acné me daba menos de 18. ¿A cómo la entrada? "Cuarenta pesos, muchachos". Era todo lo que teníamos. Poniendo estaba la gansa. Bolsillos vacíos otra vez. Entramos y la primera escena mostraba el claroscuro de la conciencia que describe ciertas escenas de noches con mujeres exuberantes en los films mafiosos de Scorsese. La misma situación que siete días atrás: bolsillos en default para el micro de vuelta. Decí que Charles Rubens traía el abono del colectivo 30 que cada amanecer lo llevaba de la Paso de los Andes de Godoy Cruz hasta el Martín Zapata.


"Hola muchachos", rugió la primera leona, cuarentona y pico special, nomás. No fue esa gran cosa de un cabaret que cualquiera te cuenta con voz narradora de campeón del mundo cuando en los recreos había que contar una experiencia ganadora que jamás había hecho en la vida. Ella me miró como si su conciencia, bien cubierta por su cuerpo, tuviera una carta escrita con el alma para mi. La escuché:


"Mirá, yo soy madre de tres hijos y tengo que hacer este trabajo porque no alcanza con lo que trabaja mi marido. Una al final se acostumbra pero, ¿sabés qué? Vos sos un muchacho (ojo: no dijo "creo que vos sos un muchacho") que tenés que ganarte las minas en la calle. Los hombres que vienen acá son perdedores. Vos sos joven y este lugar no es para personas como vos. Macho es el que enfrenta a la mujer cara a cara y no a las escondidas y con dinero y poder, como es acá, ¿me entendés?".


Para zafar se me ocurrió preguntarle si allí caían los diputados o senadores de la Legislatura y ella no sólo me contestó que sí, sino que agregó que sus clientes también eran esos hombres de poder que jamás cualquier mendocino imaginaría. Está claro que esto último no fue lo más importante que me dijo. Nos fuimos (sí, más vale, vimos un show, para decir luego que tuvimos la experiencia de ir a un cabaret y listo).


El regreso a la plaza Independencia para tomar el colectivo fue silencioso. Madrugada del domingo, día del Señor, con un ángel de la guarda que nos acompañaba con las manos en los bolsillos, imitándonos. Alguien dijo que cuando hay palabras de amor es porque Jesús está en medio de nosotros. Y quizás esta señora, que sinceró su cruz ante nosotros, vio a Jesús en nuestras miradas y su mensaje, desde ese infierno ricotero y rico de placer, fue directo a esa persona que sabe que la ama en forma incondicional. Fue una luz donde menos los esperábamos.


Ninguno de los dos jamás regresamos a un cabaret y como ella dijo, finalmente el amor de mujer nos llegó a la vuelta de la esquina.