martes, 28 de octubre de 2008

La vieja Arístides


No tengo una foto para ilustrarlo (hace 20 años no era tan fácil como ahora porque no existían ni los celulares para sacar fotos ni cámaras digitales). Sólo algo de recuerdo. Pero quiero contarlo. 

¿Qué era la Arístides para un pibe que se crió en la Quinta durante los 80? Para empezar era la avenida por donde pasaba el trole y el 70. Este último venía más rápido y seguía hacia Villa Hipódromo, pero la gente del barrio usaba más el trole. Recuerdo que siendo adolescente alguna vez me tomó el trole para ir al centro, lo que no tiene sentido ya que tenés que recorrer toda la Sexta, la calle Perú a la altura de Pacífico y la avenida Godoy Cruz. Media hora al cuete, pero igual lo hacía (a veces venía bien para hacer tiempo). Lo del trole es una historia larga: por ejemplo, recuerdo a mi viejo –que por una enfermedad en los huesos casi no podía caminar- solía subirse al trole para dar un paseo. En cambio, los del 70 eran las Fórmula Uno de la Arístides: subían con todo hacia Boulogne Sur Mer. Además venía recargadísimo de escolares. 

No sé qué será de la vida de este hombre, pero sin dudas que fue el personaje de Arístides y Olascoaga. Yo lo llamaba “el siete” porque lo único que hacía era pararse en la vereda, casi acercándose a la calle –donde actualmente está el hostel restaurante Damajuana- y cada vez que pasaba el 70 se ponía a gritar “¡siete! ¡siete!, ¡allí! ¡allí!”. Sí señor, el loco que todo barrio necesita para ser un verdadero barrio lleno de historias. A “el siete” solía verlo cuando volvía del Martín Zapata –todo un tema ése porque subir caminando por la Arístides resultaba tan pesado que psicológicamente se hacía más corto subir por Rufino Ortega-. 

Si no me equivoco, tras finalizar la primera y eterna cuadra, en la esquina de Arístides y Rodríguez estaba la tintorería Colón. Si no era esa esquina entonces era en Martínez de Rosas (siempre me pregunté quién fue Martínez de Rosas porque durante mi infancia hubo un ministro de Economía que se llamó Martínez de Hoz, entonces siempre quise buscarle un nexo estúpido entre los dos) (pasa cuando estás al cuete) (bueno, digamos que tampoco nunca supe quiénes fueron Olascoaga y Rufino Ortega hasta que leí la historia de Mendoza en la época del terremoto, pero eso no significa que hoy yo sepa quién fue Manuel A. Sáez, Vicente Gil, coronel Rodríguez y Juan de Dios Videla, una calle de la Sexta que de vez en cuando pasaba cuando acompañaba a mi viejo a echarle nafta al Ambassador en Suipacha y Paso de los Andes). Ya que el paréntesis se hizo muy largo y nombré una estación de servicio, creo que alguna vez hubo un surtidor de nafta en la Emilio Civit, pero no estoy muy seguro. 

¿Qué más tenía la Arístides? Digamos que el único lugar de allí que pintaba para salir era el Juan Sebastián Bar, que todavía está. Pero en aquel entonces salir allí era como decir que compraba la ropa en el The Sportman: muy lindo para andar en pareja pero muy formal para un adolescente que se iniciaba. Hubo dos lugares para bailar ya casi a mediados de los ochenta: el boliche Picasso, donde pasaban mucho rock nacional, entre Martínez de Rosas y Granaderos, y el boliche Die For You, donde ahora está el gimnasio Arístides VIP. Allí fui una noche a ver a los Enanitos Verdes. Fue un par de meses después de que sacaran el primer disco (el del “ella tenía sólo 17 años…”) y yo quería escuchar la canción “Amor callejero”, en donde la guitarra de Felipe sorprendía con salvajes punteos. Lo único que recuerdo de ese recital fue a Felipe Staiti sentado en una silla haciendo solos de guitarra. Mirá vos hasta dónde llegaron estos pibes. 

El único semáforo de la Arístides era el que cruzaba con Paso de los Andes. Por allí andaba muy seguro porque siempre iba al kiosco de esa esquina y al almacén Condorito, lleno de animales embalsamados. Uno de los que trabajan allí es un cumpadre diabético como yo. Si bien no quedaba exactamente en la Arístides, sino donde topa Sargento Cabral con Paso de los Andes, la panadería los Siete Hermanos (¿así se llamaba?) era “la” panadería del barrio, concretamente, el único lugar de la Quinta donde podías comprar tortitas recién sacadas del horno. Cuando sos pibe eso vale el doble porque el único patrimonio que contás es la resaca del vuelto de las compras del almacén (en general, tres monedas de diez centavos si tu vieja era buena con las cuentas), entonces gastarlo todo en dos tortitas era la alegría de la mediatarde. 

¿Qué más se puede decir de la calle del trole? Pensé que este post iba resultar corto, pero no, así que les dejo este vagón de recuerdos que al fin y al cabo sirve bastante hacerles saber que alguna vez la Arístides fue una calle mendocina más. 
 

martes, 21 de octubre de 2008

Music!


“¿Qué tipo de música ponés en los casorios?”, pregunté medio incómodo porque sabía que ese tipo de preguntas incomodan a un disjockey. “Cumbia, cuarteto, lo que la gente escucha”, fue su respuesta escueta y de mala gana (como queriéndome decir “¿no sabías que 2+2 = 4?, o sea”. Intenté decirle, con sumo respeto y sin pecar de esa inoportuna soberbia agresora, que era mi casamiento y que siempre soñé con bailar la mejor música. Hagamos la lista: para empezar, nada de cumbias y cuartetos. Segundo: meta series de tres canciones seguidas de Rolling Stones, Rafaela Carrá, Palito Ortega, Beatles (“Vétales” es lo que corrige el Word cuando escribo “beatles”), INXS, AC/DC, Fabulosos Cadillas, Divididos, etc, etc (solamente fui indulgente con Luis Miguel y sus pedorros “cuando calienta el sol”).

“Mirá, sin cumbia y sin cuartetos la gente se va a aburrir y yo no me voy a hacer cargo de eso”, lanzó el disjockey mientras abría el paraguas de metal para escudarse de mi contraataque de sentido común musical. “Hermano, entre nosotros, vos sabés cuál es la buena música”, intenté hacerlo entrar en razón. No me dijo ni sí ni no. Fue Graciela, con su mirada comprensiva y humilde de trabajadora social y de novia ilusionada con el momento más feliz de su vida (el casorio), la que terminó de convencer al muchacho girapendrives.

El 9 de diciembre de 2006, en Posta de Chacras, Panamericana zona boliches, celebramos la fiesta del casorio. ¿Qué pasó con la música? Todo el mundo bailó y no paró de bailar. Había más trencitos que los que pasaban en Montecomán en los años ’50. Desde vejestorios de 70, pasando por cincuentones y cuarenta/picos’special hasta mis sobrinitos de 12 años sacudían sus melenas con “La vi parada allí”. Cuando metieron AC/DC la pesada varonil me elevó hasta el techo de telgopor y luego me sacaron dos veces, a modo de futuro tren bala de Cristina, del salón hasta el jardín. En fin, todo el mundo bailó. Y cuando llegamos de la Luna de Miel todo el mundo nos decía “¡qué buena la música! ¿quién es el disjockey, así se lo recomiendo a un amigo que se está por casar?.

“¡Come on everybody, come on everybody!”, gritó la voz de ese suertudo de los Fat Boys, que en algún momento de sequía musical de los ’80 se le ocurrió formar esa banda y sacar ese disco fast-music que sonaría para toda la eternidad en los casamientos mendocinos (estoy seguro de que hoy ese tipo debe andar vendiendo ballenitas en los subterráneos de Chicago). Eso pasó este sábado a la noche pasado, durante la seguidilla de rock and roll clásico que ponen en todos los casamientos y boliches. Mientras bailaba me preguntaba ¿qué tema habrá en el lado B de cada uno de esos discos, para al menos variar un cacho?

Me di cuenta de que los disjockeys saben bien por qué insisten con la mala música en las fiestas, a contraposición de lo que eran las fiestas en los ’80 en los colegios secundarios de Mendoza, donde realmente se bailaba muy buena música, desde “el tema Red de la semana” hasta la versión disco de alguna banda-lomo de burro situado en el camino de la música, como lo fue, por ejemplo, Milli Vanilli (versión real + versión trucha): el disjockey no quiere sólo música para hombres. Ante esto prefiere en primer lugar música para parejas (todo el andamiaje cumbiero y tecno, en donde 200.000 mil bandas diferentes se copian entre sí al punto que suenan como una sola) y en segundo lugar, música para mujeres (los Luis Miguel, los “vuela ¡vuela!” y no otros pseudos pops latinoamericanos). “Muy buena la salsa latina, pero ¿por qué no ponen algo de Soda?”, me dijo un tipo que ni conocía cuando, en plena pista de baile, giré para disculparme porque su pareja accidentalmente me había empujado con el poto en el bailoteo (a veces pasa que si no aclarás de entrada después piñas van y piñas vienen). En ese momento -sonaba la bilirrubina de Juan Luis Guerra- me salió el gato de Verdaguer de adentro y le dirigí la palabra a una venezolana, novia de un compañero del UNO Digital: “¿viste que somos latinoamericanos truchos?”. Ella, con una carcajada, me asintió con el gesto del “viste-viste” del Chavo del 8.

Por fin el disjockey tuvo tacto y metió a Divididos y el clásico picotero “Ji, ji, ji”. Y nos fuimos al otro extremo: quedamos sólo diez chavones en la pista de baile, a las corridas con el salto y pogo. Yo me choqué con un gordo que me tiró al piso. Estaba refelíz. Fue una catarsis. Vi muchas historias de vida en cada rostro que pogueaba (por ejemplo, estaba el porteño que se afincó en Mendoza y se sintió más porteño que nunca cuando escuchó a Luca Prodan cantando la rubia y Nesquiq, y así otro en cuya mirada se veía la historia arrabalera del barrio UJEMVI).

Es muy loco y prejuicioso. Creo que unos pocos lamentablemente jamás nos acostumbraremos a bailar la música convencional de los boliches y casamientos. Sobre todo, los que compartimos el mismo grupo sanguíneo musical de Charly, Serú y Pink Floyd. Quise decir al bailar por bailar, es decir, sin sentir nada de poesía y de ADN eléctrico y a la vez, romántico, porque reconozcamos que es verdad que el rocanrrol no es otra cosa más que un juego de seducción + una mínima historia de amor ( o sino cuántas horas de vuelo de Calamaro tenemos todos encima). Por más punki punki tecnotronic y cumbia nena que inunde este mercado con más corazones solitarios que nunca, sin esa mínima historia de amor, la ilusión de ser feliz como uno quisiera serlo (con los raros peinados de mi peluquero y no con los peinados del peluquero de mi papá) se desvanece hasta el punto de casi no creer en el amor (¡miércole, me la jugué!).

lunes, 13 de octubre de 2008

“Uno elige…


…ser feliz”, escuché ayer mientras conducía el coche en la calle Peltier de Godoy Cruz. Alguna vez lo había escuchado. Pero esta vez lo sentí como la sentencia de un proceso de historias de vida que recorrí este último fin de semana, en el que algunas de ellas fueron los argumentos del fiscal y otros, los de la defensa. Pero la sentencia expresada en estas cuatro palabras tan difíciles de llevarlas a la realidad (porque son más quienes aplauden estas palabras y después la dejan pasar, que quienes las aplauden y las viven). Doblo por Perito Moreno. Hacia el lado de la Carrodilla. Puerto Pirata, como siempre, con coches estacionados en la parada de colectivo. Un minuto después, por la Panamericana, la cana pidiendo a los conductores que prendan la luz del coche (o sea, tonteando). ¿Ahora estoy eligiendo ser feliz o no?, me salió este flash de palabras tras amargarme un cacho por esta forma tercermundista cómo controlan el tránsito.

“Hablé con Alberto para saber lo de su hijo y su nietito y me dijo que justo hoy es su cumpleaños”, me comentó Graciela, que iba en el asiento del acompañante. Alberto fue abuelo por primera vez hace 10 días, pero a las 48 horas su hijo se cortó dos dedos justo cuando reemplazaba a un compañero de trabajo en un puesto que ya no le correspondía hacer porque lo habían ascendido. Típico, al menos, aquí en Mendoza (hace tres años en Los Andes a mi me pasó lo mismo). Un impacto de alegría vs un impacto de amargura a la vez. “Alberto me dijo que por lo menos la nietita nos hace volver a la realidad”, concluyó ella. Macaya ¿qué elegir en ese momento?, me cuestioné 84 veces sabiendo que jamás iba a recibir una respuesta, como pasa cuando te preguntás mil veces algo con la cabeza cerrada para las respuestas que no querés escuchar.

“¡Hasta dónde llegó la humanidad! Estamos llamados a ser rayos cósmicos”, fueron las palabras finales de la exposición del cura Juan Carlos en la parroquia del barrio UJEMVI., mientras una chica de ese barrio, de las muy pocas que existen hoy en el mundo con ganas de cambiar la realidad con una sonrisa y no con discursos plagados de racionalidad y de resentimiento,  recibía el anillo para ser monja misionera durante toda su vida.   Juan Carlos había dicho que en Malargüe le regalaron una piedra que por fuera no dice nada pero que por dentro, si la abrís, está plagada de brillantes. “En el mundo todo se transforma porque pasaron como (no sé cuántos) millones de años para que esa piedra se convirtiera en lo que hoy es”, decía. “¿Cómo logró esa piedra transformarse en algo tan bello? Sin dudas que no fue obra del hombre sino que del autor de la naturaleza. ¿Nosotros no tendríamos que hacer lo mismo, es decir, dejarnos moldear por el autor de la naturaleza para que nos transformemos en una piedras brillantes?”, explicó mientras yo ya procesaba por dentro la respuesta a la pregunta sobre si elijo o no ser feliz, o sea.  Lo de los rayos cósmicos lo dejo para después.

“El mundo es como un avión sin tren de aterrizaje”, decía el eslogan del día de un templo bautista, en la zona del carril Sarmiento, ayer domingo. Lindo de leerlo, pero cuando manejás te cuesta más llegar a una segunda interpretación. Pero como venía entonado ahí nomás salió: la tierra es la realidad, donde están las cosas lindas y feas que tenemos que enfrentar, mientras que el aire por donde vuela ese avión es sólo esa parte de la realidad que sólo queremos enfrentar. Anselm Grün dice que una de las maneras de superar el sufrimiento es aceptar toda la realidad  intentando acercar los dos grandes extremos de la misma, es decir, lo que nos gusta y nos hace bien vs lo que rechazamos y nos hace mal. Para mí, casi imposible, pero si algunos ya lo hicieron y les fue bien entonces por qué no intentarlo. Tal cual, si uno elige ser feliz en algún momento tenés que chocar y digerir todo lo que no te hace feliz (así lo veo en los tipos que superaron los problemas).  

Leo esto último que acabo de escribir y me asusto un cacho. Reconozco que en el fondo estoy diciendo que no y que sí. ¿Qué se puede lograr? Y se me viene un espectáculo que vi el sábado a la noche, en el Café de los Angelitos, protagonizado por Ernesto Suárez y Daniel Quiroga. Uno era el encargado de hacer el casting para el espectáculo de la Fiesta de la Vendimia y el otro, un humilde postulante. El primero, un joven egocéntrico que se las creía saber todas, como algunas figuras del espectáculo. El otro, un hombre con muchísimos años de experiencia y sencillez, a la vez. Al final, los dos terminan siendo iguales luego de elegir ser feliz. Y lo bueno es que eligieron ser feliz pasando momentos muy feos, pero terminaron siendo realmente feliz y auténticos, sin depender de nada material. Jodido pero copado la cosa.





martes, 7 de octubre de 2008

Cuando "Ah" + "Ja" = Ja ja ja


Como tenía que ser fue sorpresivo aunque, por cábala, no en el momento menos pensado (si lo pensás, algo esencial de la magia se desprende hacia arriba, como si la fuerza de la gravedad apuntara en dirección a la Vía Láctea (hace mucho que no escucho esta última palabra). Bueno, cerremos el primer paréntesis) (cortala, Mario).

Tenía 10 años. El aula de quinto grado de Nadino, en Granaderos y Joaquín V. González, a la vuelta de la casa del famoso Cleto, tenía ese “no sé qué” de esas aulas en tiempos donde no se podía faltar a la escuela (ni donde tampoco los docentes, muy identificados con Sarmiento, jamás hacían huelgas ni jamás faltaban): el postercito con ilustraciones de San Martín y Sarmiento de la revista Billiken en los pasillos internos del colegio, el olor a tortita y mate que venía de la salita de las maestras, la estampita del Sagrado Corazón de Jesús “en vos confío”, esos dibujitos simplones de niños peinados y con cabeza circular sonriendo con otros niños exactamente iguales, agarrados de la mano en una forma de cadena de papel de hasta diez metros de largo; y la banderita argentina de papel glacé. Faltaban dos años para que el postercito de las Islas Malvinas también integrara esta galería del ADN argentino en las escuelas. Se abre la puerta. Entra la señorita Mirtha (le puse ese nombre porque ya me olvidé cómo se llamaba y porque en esa época las señoritas no se llamaban “Agustina” o “Macarena”, como algunas right now).

_ ¡Alumno, quién fue ! (debería ir con signos de pregunta, pero le puse de exclamación porque la seño Mirtha se vino con toda la furia española de sus ancestros que inmigraron de algún centro de resistencia española en tiempos de Napoléon).

Dos segundos, tres segundos, cuatro segundos, cinco segundos.

_ ¡¡¡Alumno, quién fue!!!! (esta vez, sí, con bastantes signos de exclamación).

Dos segundos, tres segundos, cuatro segundos, cinco segundos. ¡Clic!

_ ¡¡¡Alumno!!! ¿de qué se ríe??? ¡¡¡Vaya a dirección!!!

_ Ja, ja, ja, ja, ja, ja (no sé por qué río, pero cuando me empezó a retar tenía sintonizado el 7 o el 9. Pero algún estúpido virus entró en mi sistema operativo visual y cambió de canal: puso la TV Pública en el horario de Peter Capussotto y sus videos, y de repente esa maestra furiosa y amenazante pasó a ser una suerte de Fabio Alberti disfrazado de Boluda Total y llamándome la atención (imaginate entonces por qué cuando te retan así se viene un ataque de risas imparable).

Nunca más supe qué me pasó en la Dirección. Seguro que el ataque de risa fue incrementándose a medida de que la cosa se fue poniendo más seria.

El domingo último por la tarde la gravedad volvió a gravitar (o sea) hacia la Vía Láctea.

“¡Ahhh!”, de un lado. “¡Ahhhh!”, del otro. “¡Aaaaahhh!”, again de un lado. 
“¡Aaaaaaaahhh!”, del otro (repeat). No sé por qué Peter Capussotto hizo clic con el control remoto de mi sistema operativo mental, que de repente, en el momento en que nuestro combustible racional volaba desesperado hacia Marte, una última resaca de la racionalidad me hizo pensar en una maldita milésima de segundo, suficiente tiempo para que el control remoto de Capussotto se activara en mi mente y empezara a darme cuenta de la situación que estaba viviendo.

“¡Aaaaaahhhhh!”, again de un lado. “¡Ahhhh ¡ja, ja, ja, ja, ja!”, del otro. ¡”Aaaaaahahahaha!”, again de un lado. “¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja!”, del otro (obvio que era yo). “Aaahhh ja ja j aja ja”, de un lado. “Ja, ja, ja, ja, ja, ja”, del otro.

La magia había dicho “basta” y mis arterias ya sentían la recarga del combustible racional, que había quedado a mitad de camino entre Marte y la Luna de Valencia.

Risas que siempre están cuando no tienen que estar y que por alguna puta razón se hacen inolvidables. Todo sea para agrandar la familia, o sea.